domingo, 18 de mayo de 2014

Relato: La caja de mis recuerdos

Apenas eran las siete de la mañana cuando un rayo de sol se filtró travieso como un niño entre las cortinas de la habitación y me dio de lleno en la cara, obligándome a abrir los ojos. Parecía que el radiante día que aún estaba por llegar quisiera levantarme de la cama a la fuerza. No me hacía ninguna gracia, aunque la culpa era mía por no haber cerrado del todo la persiana antes de acostarme. En un intento de resistirme, me di la vuelta e intenté volver a dormirme, pero no hubo manera, aquella primera luz del día había decidido que ya era hora de que me despertara y terminé por aceptarlo sin rechistar, a pesar de que era sábado y podía dormir hasta que quisiera.

Mientras me vestía para ir a la cocina escuché correr el agua de la ducha. Mi madre, tan madrugadora como siempre, ya estaba en pie dispuesta a comerse el mundo. “Dormir es una pérdida de tiempo”, solía decir a menudo. “Dormir es un placer” la contradecía yo. Qué poco nos parecemos mi madre y yo. En cuanto abrí la puerta de mi cuarto percibí el mismo olor a café y tostadas de cada fin de semana desde que mi mente alcanzaba a recordar. No puede evitar sonreír. El mismo desayuno desde hacía años y, a pesar de lo sencillo, no lo cambiaría por nada. Mi madre se llevó una sorpresa al verme entrar en la cocina tan temprano, incluso hizo alguna broma sobre si me había caído de la cama. Tras el jocoso comentario desayunamos juntos. Me gustó compartir ese momento con ella ya que hacía algunas semanas que no coincidíamos a primera hora de la mañana.

Cuando estábamos recogiendo la mesa sonó el timbre. Era demasiado temprano para visitas y ambos nos miramos extrañados, aunque yo acudí ligero para ver quién venía a esas horas. Un mensajero esperaba tras la puerta, sujetando un pequeño paquete -no más grande que una caja de zapatos-. Preguntó por mí y, tras enseñarle mi documentación, me entregó la caja. Rápidamente la coloqué encima de la mesa de la cocina, aún a medio recoger, y bajo la atenta mirada de mi madre y me dispuse a abrirla. Hacía meses que no compraba nada a través de Internet, por lo que no esperaba aquel paquete y estaba ansioso por saber qué contenía. Una vez abierto, dentro hallé tres cajitas más pequeñas de cuyo interior saqué un montón de cromos iguales a los que solía coleccionar cuando era niño.

Le lancé a mi madre una mirada desconfiada y vi que ella tenía la misma expresión de asombro en sus ojos. Busqué dentro de la caja para ver si había algún rastro de quién me la había enviado. “¿Quién me habrá mandado esto a mí?” pensé al no encontrar nada. “Quizá se hayan equivocado” traté de convencerme. Entonces cogí el montón de cromos que había dejado revueltos y comencé a mirarlos más detalladamente. Los extendí encima de la mesa y vi que se trataba de varias colecciones diferentes. Me eran muy familiares, curiosamente las había hecho todas hacía ya muchos años. Se lo mencioné a mi madre, que se limitó a encogerse de hombros y sin hacerme caso se puso a terminar de recoger los restos del desayuno. “Siempre tan ocupada” refunfuñé en mi cabeza.

Recogí todos los cromos y los metí nuevamente en la caja en la que los había recibido. Me fui con todo a mi cuarto y me senté frente a la mesita que había al lado de la cama. Aquella mesa y su correspondiente silla a juego, ambas de madera color blanco, llevaban en mi habitación toda mi vida. Mi padre las había hecho poco antes de que yo naciera y eran de las pocas cosas que aún conservaba en mi cuarto, el resto las habían ido cambiando mis padres con el paso de los años. Me gustaba sentarme allí porque a través de la ventana veía un paisaje que me encantaba: un pequeño trocito de mi pueblo. Era un lugar tan sencillo y tranquilo que a muchos incluso podría resultarles aburrido. Apenas había un puñado de casas, la plaza y un parque donde casi siempre había algún crío jugando, pero a mí no me aburría, al contrario, siempre había sido feliz allí y no ansiaba nada más.

Dejé los recuerdos a un lado y en menos de media hora ya había clasificado y ordenado los cromos. Me pregunté dónde estarían las colecciones que yo mismo había hecho de niño. Salí de la habitación para preguntárselo a mi madre y, llevándose el dedo índice a la sien, cosa que solía hacer cuando pensaba, me dijo que probablemente los habría tirado mi padre en una de las limpiezas que hacía cada año al comenzar el verano. Qué rabia me dio. Me enfadé un poco con él por haber decidido, sin preguntarme a mí primero, que esos cromos no eran lo suficientemente importantes como para guardarlos, con lo que me había costado conseguirlos todos. Pero mi padre estaba muerto y no podía decirle nada así que decidí que no merecía la pena el disgusto.

Durante todo el día solo pensé en quién me había enviado los cromos y sobre todo, en por qué, no tenía otra cosa en la cabeza. Las horas pasaron despacio, mucho más de lo que hubiera deseado. Mi madre, como siempre, estaba ocupada haciendo sus cosas, así que apenas se percató de mi agobio. Lo prefería así, conmigo dando vueltas a la cabeza era suficiente. Ya caída la noche me refugié en mi habitación y nuevamente abrí la caja, en la que horas antes había vuelto a guardar los cromos. No los había vuelto a tocar en todo el día, a pesar de que me pasé la mayor parte del tiempo pensando en ellos. Los ordené de nuevo, esta vez sentado encima de la cama, y me quedé mirándolos fijamente, aunque en realidad tenía la mirada perdida, pensando por enésima vez en el misterioso remitente. No sé cuánto tiempo estuve así, antes de caer dormido, pero sí recuerdo que aquella noche soñé, y me gustó hacerlo.

Domingo por la mañana, cuando el reloj marca las nueve en punto se empieza a escuchar a mi padre canturreando por los pasillos de casa. Es su forma de despertarnos a mí y a mi madre, que aún dormimos. Le gusta hacerlo así porque dice que nos levantamos de mejor humor. Puede que tenga razón. Después de desayunar me aseo y me visto con la ropa de los domingos que mi madre colocó cuidadosamente anoche encima de la silla de mi cuarto. Mis padres están muy elegantes también. El domingo es mi día favorito de la semana porque es el único en el que salimos los tres juntos. También me gusta mucho porque vamos a la plaza a cambiar los cromos que tengo repetidos por los que me faltan. Ahora estoy haciendo una colección de fútbol y me quedan pocos para completarla, cinco o seis, ¡tengo unas ganas! Ojalá sea el primero de mis amigos en conseguirlo. Ese es nuestro plan de todos los domingos, si no llueve, claro. Entonces nos quedamos en casa. Hoy no llueve así que estoy contento. En la plaza nos encontramos con un montón de amigos que también van para cambiar sus cromos. Yo me entretengo intercambiando jugadores mientras mis padres dan un paseo por el mercado que han puesto los comerciantes del pueblo. Al rato viene mi padre y me ayuda con los cromos. Aunque no lo quiera reconocer yo estoy seguro de que le gusta tanto como a mí, se lo noto en la cara. Me encanta que sea así. Cuando es la hora de irnos a casa a comer protesto un poco, pues estoy muy a gusto. Ya estoy deseando que llegue el próximo domingo para volver, pero hoy tenemos que marcharnos.

Cuando me desperté a la mañana siguiente me sentí algo aturdido. En el fondo sabía que había estado soñando pero había sido tan real que dudé por un momento. Parecía como si acabara de estar en la plaza con mis padres, como si no hubieran pasado años en vez de minutos, pero sabía que no era así, que hacía mucho tiempo que ya no era así. Desde que mi padre murió mi madre cambió mucho, se vio obligada a trabajar demasiadas horas para mantenernos y el cansancio y la tristeza hicieron que dejáramos de hacer tantas cosas juntos. Apenas nos quedaban tiempo y ganas para compartir algunos desayunos. Yo sabía que me quería mucho, “nunca olvides que eres mi niño, mi vida”, me decía constantemente pero, aun teniéndola a mi lado, muchas veces era como si no estuviera, y la echaba mucho de menos.

Recibir la caja con los cromos me había evocado maravillosos recuerdos de mi infancia, pero también me había obligado a pensar en mi padre, cuya muerte me costó años superar. Sentí una mezcla de dicha y nostalgia, me encantó revivir momentos de mi niñez pero acordarme de mi padre, aun habiendo pasado años de su muerte, me seguía doliendo muchísimo. Me enfadé con la persona que me había enviado el paquete, él o ella, fuera quien fuera, tenía la culpa de que me sintiera así. Enseguida me di cuenta de que mi rabia no tenía razón de ser, ¿a quién se lo iba a reprochar? Ya había buscado dentro de la caja un millón de veces, incluso había revisado cada cromo por si encontraba alguna pista pero no hallé nada. Me levanté de la cama y con la caja debajo del brazo fui a la cocina a buscar a mi madre. Estaba desayunando. Coloqué todos los cromos encima de la mesa y mirándola fijamente a los ojos le dije: “¿me ayudas?”. Ella sonrió. Estuvimos toda la mañana clasificándolos, revolviéndolos y volviéndolos a ordenar. La vi feliz y yo lo estaba también, como en los viejos tiempos.Apenas eran las siete de la mañana cuando un rayo de sol se filtró travieso como un niño entre las cortinas de la habitación y me dio de lleno en la cara, obligándome a abrir los ojos. Parecía que el radiante día que aún estaba por llegar quisiera levantarme de la cama a la fuerza. No me hacía ninguna gracia, aunque la culpa era mía por no haber cerrado del todo la persiana antes de acostarme. En un intento de resistirme, me di la vuelta e intenté volver a dormirme, pero no hubo manera, aquella primera luz del día había decidido que ya era hora de que me despertara y terminé por aceptarlo sin rechistar, a pesar de que era sábado y podía dormir hasta que quisiera.

Mientras me vestía para ir a la cocina escuché correr el agua de la ducha. Mi madre, tan madrugadora como siempre, ya estaba en pie dispuesta a comerse el mundo. “Dormir es una pérdida de tiempo”, solía decir a menudo. “Dormir es un placer” la contradecía yo. Qué poco nos parecemos mi madre y yo. En cuanto abrí la puerta de mi cuarto percibí el mismo olor a café y tostadas de cada fin de semana desde que mi mente alcanzaba a recordar. No puede evitar sonreír. El mismo desayuno desde hacía años y, a pesar de lo sencillo, no lo cambiaría por nada. Mi madre se llevó una sorpresa al verme entrar en la cocina tan temprano, incluso hizo alguna broma sobre si me había caído de la cama. Tras el jocoso comentario desayunamos juntos. Me gustó compartir ese momento con ella ya que hacía algunas semanas que no coincidíamos a primera hora de la mañana.

Cuando estábamos recogiendo la mesa sonó el timbre. Era demasiado temprano para visitas y ambos nos miramos extrañados, aunque yo acudí ligero para ver quién venía a esas horas. Un mensajero esperaba tras la puerta, sujetando un pequeño paquete -no más grande que una caja de zapatos-. Preguntó por mí y, tras enseñarle mi documentación, me entregó la caja. Rápidamente la coloqué encima de la mesa de la cocina, aún a medio recoger, y bajo la atenta mirada de mi madre y me dispuse a abrirla. Hacía meses que no compraba nada a través de Internet, por lo que no esperaba aquel paquete y estaba ansioso por saber qué contenía. Una vez abierto, dentro hallé tres cajitas más pequeñas de cuyo interior saqué un montón de cromos iguales a los que solía coleccionar cuando era niño.

Le lancé a mi madre una mirada desconfiada y vi que ella tenía la misma expresión de asombro en sus ojos. Busqué dentro de la caja para ver si había algún rastro de quién me la había enviado. “¿Quién me habrá mandado esto a mí?” pensé al no encontrar nada. “Quizá se hayan equivocado” traté de convencerme. Entonces cogí el montón de cromos que había dejado revueltos y comencé a mirarlos más detalladamente. Los extendí encima de la mesa y vi que se trataba de varias colecciones diferentes. Me eran muy familiares, curiosamente las había hecho todas hacía ya muchos años. Se lo mencioné a mi madre, que se limitó a encogerse de hombros y sin hacerme caso se puso a terminar de recoger los restos del desayuno. “Siempre tan ocupada” refunfuñé en mi cabeza.

Recogí todos los cromos y los metí nuevamente en la caja en la que los había recibido. Me fui con todo a mi cuarto y me senté frente a la mesita que había al lado de la cama. Aquella mesa y su correspondiente silla a juego, ambas de madera color blanco, llevaban en mi habitación toda mi vida. Mi padre las había hecho poco antes de que yo naciera y eran de las pocas cosas que aún conservaba en mi cuarto, el resto las habían ido cambiando mis padres con el paso de los años. Me gustaba sentarme allí porque a través de la ventana veía un paisaje que me encantaba: un pequeño trocito de mi pueblo. Era un lugar tan sencillo y tranquilo que a muchos incluso podría resultarles aburrido. Apenas había un puñado de casas, la plaza y un parque donde casi siempre había algún crío jugando, pero a mí no me aburría, al contrario, siempre había sido feliz allí y no ansiaba nada más.

Dejé los recuerdos a un lado y en menos de media hora ya había clasificado y ordenado los cromos. Me pregunté dónde estarían las colecciones que yo mismo había hecho de niño. Salí de la habitación para preguntárselo a mi madre y, llevándose el dedo índice a la sien, cosa que solía hacer cuando pensaba, me dijo que probablemente los habría tirado mi padre en una de las limpiezas que hacía cada año al comenzar el verano. Qué rabia me dio. Me enfadé un poco con él por haber decidido, sin preguntarme a mí primero, que esos cromos no eran lo suficientemente importantes como para guardarlos, con lo que me había costado conseguirlos todos. Pero mi padre estaba muerto y no podía decirle nada así que decidí que no merecía la pena el disgusto.

Durante todo el día solo pensé en quién me había enviado los cromos y sobre todo, en por qué, no tenía otra cosa en la cabeza. Las horas pasaron despacio, mucho más de lo que hubiera deseado. Mi madre, como siempre, estaba ocupada haciendo sus cosas, así que apenas se percató de mi agobio. Lo prefería así, conmigo dando vueltas a la cabeza era suficiente. Ya caída la noche me refugié en mi habitación y nuevamente abrí la caja, en la que horas antes había vuelto a guardar los cromos. No los había vuelto a tocar en todo el día, a pesar de que me pasé la mayor parte del tiempo pensando en ellos. Los ordené de nuevo, esta vez sentado encima de la cama, y me quedé mirándolos fijamente, aunque en realidad tenía la mirada perdida, pensando por enésima vez en el misterioso remitente. No sé cuánto tiempo estuve así, antes de caer dormido, pero sí recuerdo que aquella noche soñé, y me gustó hacerlo.

Domingo por la mañana, cuando el reloj marca las nueve en punto se empieza a escuchar a mi padre canturreando por los pasillos de casa. Es su forma de despertarnos a mí y a mi madre, que aún dormimos. Le gusta hacerlo así porque dice que nos levantamos de mejor humor. Puede que tenga razón. Después de desayunar me aseo y me visto con la ropa de los domingos que mi madre colocó cuidadosamente anoche encima de la silla de mi cuarto. Mis padres están muy elegantes también. El domingo es mi día favorito de la semana porque es el único en el que salimos los tres juntos. También me gusta mucho porque vamos a la plaza a cambiar los cromos que tengo repetidos por los que me faltan. Ahora estoy haciendo una colección de fútbol y me quedan pocos para completarla, cinco o seis, ¡tengo unas ganas! Ojalá sea el primero de mis amigos en conseguirlo. Ese es nuestro plan de todos los domingos, si no llueve, claro. Entonces nos quedamos en casa. Hoy no llueve así que estoy contento. En la plaza nos encontramos con un montón de amigos que también van para cambiar sus cromos. Yo me entretengo intercambiando jugadores mientras mis padres dan un paseo por el mercado que han puesto los comerciantes del pueblo. Al rato viene mi padre y me ayuda con los cromos. Aunque no lo quiera reconocer yo estoy seguro de que le gusta tanto como a mí, se lo noto en la cara. Me encanta que sea así. Cuando es la hora de irnos a casa a comer protesto un poco, pues estoy muy a gusto. Ya estoy deseando que llegue el próximo domingo para volver, pero hoy tenemos que marcharnos.

Cuando me desperté a la mañana siguiente me sentí algo aturdido. En el fondo sabía que había estado soñando pero había sido tan real que dudé por un momento. Parecía como si acabara de estar en la plaza con mis padres, como si no hubieran pasado años en vez de minutos, pero sabía que no era así, que hacía mucho tiempo que ya no era así. Desde que mi padre murió mi madre cambió mucho, se vio obligada a trabajar demasiadas horas para mantenernos y el cansancio y la tristeza hicieron que dejáramos de hacer tantas cosas juntos. Apenas nos quedaban tiempo y ganas para compartir algunos desayunos. Yo sabía que me quería mucho, “nunca olvides que eres mi niño, mi vida”, me decía constantemente pero, aun teniéndola a mi lado, muchas veces era como si no estuviera, y la echaba mucho de menos.

Recibir la caja con los cromos me había evocado maravillosos recuerdos de mi infancia, pero también me había obligado a pensar en mi padre, cuya muerte me costó años superar. Sentí una mezcla de dicha y nostalgia, me encantó revivir momentos de mi niñez pero acordarme de mi padre, aun habiendo pasado años de su muerte, me seguía doliendo muchísimo. Me enfadé con la persona que me había enviado el paquete, él o ella, fuera quien fuera, tenía la culpa de que me sintiera así. Enseguida me di cuenta de que mi rabia no tenía razón de ser, ¿a quién se lo iba a reprochar? Ya había buscado dentro de la caja un millón de veces, incluso había revisado cada cromo por si encontraba alguna pista pero no hallé nada. Me levanté de la cama y con la caja debajo del brazo fui a la cocina a buscar a mi madre. Estaba desayunando. Coloqué todos los cromos encima de la mesa y mirándola fijamente a los ojos le dije: “¿me ayudas?”. Ella sonrió. Estuvimos toda la mañana clasificándolos, revolviéndolos y volviéndolos a ordenar. La vi feliz y yo lo estaba también, como en los viejos tiempos.

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