Apenas eran las siete de la
mañana cuando un rayo de sol se filtró travieso como un niño entre las cortinas
de la habitación y me dio de lleno en la cara, obligándome a abrir los ojos.
Parecía que el radiante día que aún estaba por llegar quisiera levantarme de la
cama a la fuerza. No me hacía ninguna gracia, aunque la culpa era mía por no
haber cerrado del todo la persiana antes de acostarme. En un intento de
resistirme, me di la vuelta e intenté volver a dormirme, pero no hubo manera,
aquella primera luz del día había decidido que ya era hora de que me despertara
y terminé por aceptarlo sin rechistar, a pesar de que era sábado y podía dormir
hasta que quisiera.
Mientras me vestía para ir a
la cocina escuché correr el agua de la ducha. Mi madre, tan madrugadora como
siempre, ya estaba en pie dispuesta a comerse el mundo. “Dormir es una pérdida
de tiempo”, solía decir a menudo. “Dormir es un placer” la contradecía yo. Qué
poco nos parecemos mi madre y yo. En cuanto abrí la puerta de mi cuarto percibí
el mismo olor a café y tostadas de cada fin de semana desde que mi mente
alcanzaba a recordar. No puede evitar sonreír. El mismo desayuno desde hacía
años y, a pesar de lo sencillo, no lo cambiaría por nada. Mi madre se llevó una
sorpresa al verme entrar en la cocina tan temprano, incluso hizo alguna broma
sobre si me había caído de la cama. Tras el jocoso comentario desayunamos juntos.
Me gustó compartir ese momento con ella ya que hacía algunas semanas que no
coincidíamos a primera hora de la mañana.
Cuando estábamos recogiendo
la mesa sonó el timbre. Era demasiado temprano para visitas y ambos nos miramos
extrañados, aunque yo acudí ligero para ver quién venía a esas horas. Un
mensajero esperaba tras la puerta, sujetando un pequeño paquete -no más grande
que una caja de zapatos-. Preguntó por mí y, tras enseñarle mi documentación,
me entregó la caja. Rápidamente la coloqué encima de la mesa de la cocina, aún
a medio recoger, y bajo la atenta mirada de mi madre y me dispuse a abrirla. Hacía
meses que no compraba nada a través de Internet, por lo que no esperaba aquel
paquete y estaba ansioso por saber qué contenía. Una vez abierto, dentro hallé
tres cajitas más pequeñas de cuyo interior saqué un montón de cromos iguales a los
que solía coleccionar cuando era niño.
Le lancé a mi madre una
mirada desconfiada y vi que ella tenía la misma expresión de asombro en sus
ojos. Busqué dentro de la caja para ver si había algún rastro de quién me la
había enviado. “¿Quién me habrá mandado esto a mí?” pensé al no encontrar nada.
“Quizá se hayan equivocado” traté de convencerme. Entonces cogí el montón de
cromos que había dejado revueltos y comencé a mirarlos más detalladamente. Los
extendí encima de la mesa y vi que se trataba de varias colecciones diferentes.
Me eran muy familiares, curiosamente las había hecho todas hacía ya muchos
años. Se lo mencioné a mi madre, que se limitó a encogerse de hombros y sin
hacerme caso se puso a terminar de recoger los restos del desayuno. “Siempre
tan ocupada” refunfuñé en mi cabeza.
Recogí todos los cromos y
los metí nuevamente en la caja en la que los había recibido. Me fui con todo a
mi cuarto y me senté frente a la mesita que había al lado de la cama. Aquella
mesa y su correspondiente silla a juego, ambas de madera color blanco, llevaban
en mi habitación toda mi vida. Mi padre las había hecho poco antes de que yo
naciera y eran de las pocas cosas que aún conservaba en mi cuarto, el resto las
habían ido cambiando mis padres con el paso de los años. Me gustaba sentarme allí
porque a través de la ventana veía un paisaje que me encantaba: un pequeño
trocito de mi pueblo. Era un lugar tan sencillo y tranquilo que a muchos incluso
podría resultarles aburrido. Apenas había un puñado de casas, la plaza y un
parque donde casi siempre había algún crío jugando, pero a mí no me aburría, al
contrario, siempre había sido feliz allí y no ansiaba nada más.
Dejé los recuerdos a un lado
y en menos de media hora ya había clasificado y ordenado los cromos. Me
pregunté dónde estarían las colecciones que yo mismo había hecho de niño. Salí de
la habitación para preguntárselo a mi madre y, llevándose el dedo índice a la
sien, cosa que solía hacer cuando pensaba, me dijo que probablemente los habría
tirado mi padre en una de las limpiezas que hacía cada año al comenzar el
verano. Qué rabia me dio. Me enfadé un poco con él por haber decidido, sin
preguntarme a mí primero, que esos cromos no eran lo suficientemente
importantes como para guardarlos, con lo que me había costado conseguirlos
todos. Pero mi padre estaba muerto y no podía decirle nada así que decidí que
no merecía la pena el disgusto.
Durante todo el día solo
pensé en quién me había enviado los cromos y sobre todo, en por qué, no tenía
otra cosa en la cabeza. Las horas pasaron despacio, mucho más de lo que hubiera
deseado. Mi madre, como siempre, estaba ocupada haciendo sus cosas, así que
apenas se percató de mi agobio. Lo prefería así, conmigo dando vueltas a la
cabeza era suficiente. Ya caída la noche me refugié en mi habitación y nuevamente
abrí la caja, en la que horas antes había vuelto a guardar los cromos. No los
había vuelto a tocar en todo el día, a pesar de que me pasé la mayor parte del
tiempo pensando en ellos. Los ordené de nuevo, esta vez sentado encima de la
cama, y me quedé mirándolos fijamente, aunque en realidad tenía la mirada
perdida, pensando por enésima vez en el misterioso remitente. No sé cuánto
tiempo estuve así, antes de caer dormido, pero sí recuerdo que aquella noche
soñé, y me gustó hacerlo.
Domingo
por la mañana, cuando el reloj marca las nueve en punto se empieza a escuchar a
mi padre canturreando por los pasillos de casa. Es su forma de despertarnos a
mí y a mi madre, que aún dormimos. Le gusta hacerlo así porque dice que nos
levantamos de mejor humor. Puede que tenga razón. Después de desayunar me aseo
y me visto con la ropa de los domingos que mi madre colocó cuidadosamente
anoche encima de la silla de mi cuarto. Mis padres están muy elegantes también.
El domingo es mi día favorito de la semana porque es el único en el que salimos
los tres juntos. También me gusta mucho porque vamos a la plaza a cambiar los
cromos que tengo repetidos por los que me faltan. Ahora estoy haciendo una
colección de fútbol y me quedan pocos para completarla, cinco o seis, ¡tengo
unas ganas! Ojalá sea el primero de mis amigos en conseguirlo. Ese es nuestro
plan de todos los domingos, si no llueve, claro. Entonces nos quedamos en casa.
Hoy no llueve así que estoy contento. En la plaza nos encontramos con un montón
de amigos que también van para cambiar sus cromos. Yo me entretengo
intercambiando jugadores mientras mis padres dan un paseo por el mercado que han
puesto los comerciantes del pueblo. Al rato viene mi padre y me ayuda con los
cromos. Aunque no lo quiera reconocer yo estoy seguro de que le gusta tanto
como a mí, se lo noto en la cara. Me encanta que sea así. Cuando es la hora de irnos
a casa a comer protesto un poco, pues estoy muy a gusto. Ya estoy deseando que
llegue el próximo domingo para volver, pero hoy tenemos que marcharnos.
Cuando me desperté a la
mañana siguiente me sentí algo aturdido. En el fondo sabía que había estado
soñando pero había sido tan real que dudé por un momento. Parecía como si
acabara de estar en la plaza con mis padres, como si no hubieran pasado años en
vez de minutos, pero sabía que no era así, que hacía mucho tiempo que ya no era
así. Desde que mi padre murió mi madre cambió mucho, se vio obligada a trabajar
demasiadas horas para mantenernos y el cansancio y la tristeza hicieron que
dejáramos de hacer tantas cosas juntos. Apenas nos quedaban tiempo y ganas para
compartir algunos desayunos. Yo sabía que me quería mucho, “nunca olvides que eres
mi niño, mi vida”, me decía constantemente pero, aun teniéndola a mi lado,
muchas veces era como si no estuviera, y la echaba mucho de menos.
Recibir la caja con los
cromos me había evocado maravillosos recuerdos de mi infancia, pero también me
había obligado a pensar en mi padre, cuya muerte me costó años superar. Sentí
una mezcla de dicha y nostalgia, me encantó revivir momentos de mi niñez pero
acordarme de mi padre, aun habiendo pasado años de su muerte, me seguía
doliendo muchísimo. Me enfadé con la persona que me había enviado el paquete,
él o ella, fuera quien fuera, tenía la culpa de que me sintiera así. Enseguida
me di cuenta de que mi rabia no tenía razón de ser, ¿a quién se lo iba a
reprochar? Ya había buscado dentro de la caja un millón de veces, incluso había
revisado cada cromo por si encontraba alguna pista pero no hallé nada. Me
levanté de la cama y con la caja debajo del brazo fui a la cocina a buscar a mi
madre. Estaba desayunando. Coloqué todos los cromos encima de la mesa y
mirándola fijamente a los ojos le dije: “¿me ayudas?”. Ella sonrió. Estuvimos
toda la mañana clasificándolos, revolviéndolos y volviéndolos a ordenar. La vi
feliz y yo lo estaba también, como en los viejos tiempos. Apenas eran las siete de la
mañana cuando un rayo de sol se filtró travieso como un niño entre las cortinas
de la habitación y me dio de lleno en la cara, obligándome a abrir los ojos.
Parecía que el radiante día que aún estaba por llegar quisiera levantarme de la
cama a la fuerza. No me hacía ninguna gracia, aunque la culpa era mía por no
haber cerrado del todo la persiana antes de acostarme. En un intento de
resistirme, me di la vuelta e intenté volver a dormirme, pero no hubo manera,
aquella primera luz del día había decidido que ya era hora de que me despertara
y terminé por aceptarlo sin rechistar, a pesar de que era sábado y podía dormir
hasta que quisiera.
Mientras me vestía para ir a
la cocina escuché correr el agua de la ducha. Mi madre, tan madrugadora como
siempre, ya estaba en pie dispuesta a comerse el mundo. “Dormir es una pérdida
de tiempo”, solía decir a menudo. “Dormir es un placer” la contradecía yo. Qué
poco nos parecemos mi madre y yo. En cuanto abrí la puerta de mi cuarto percibí
el mismo olor a café y tostadas de cada fin de semana desde que mi mente
alcanzaba a recordar. No puede evitar sonreír. El mismo desayuno desde hacía
años y, a pesar de lo sencillo, no lo cambiaría por nada. Mi madre se llevó una
sorpresa al verme entrar en la cocina tan temprano, incluso hizo alguna broma
sobre si me había caído de la cama. Tras el jocoso comentario desayunamos juntos.
Me gustó compartir ese momento con ella ya que hacía algunas semanas que no
coincidíamos a primera hora de la mañana.
Cuando estábamos recogiendo
la mesa sonó el timbre. Era demasiado temprano para visitas y ambos nos miramos
extrañados, aunque yo acudí ligero para ver quién venía a esas horas. Un
mensajero esperaba tras la puerta, sujetando un pequeño paquete -no más grande
que una caja de zapatos-. Preguntó por mí y, tras enseñarle mi documentación,
me entregó la caja. Rápidamente la coloqué encima de la mesa de la cocina, aún
a medio recoger, y bajo la atenta mirada de mi madre y me dispuse a abrirla. Hacía
meses que no compraba nada a través de Internet, por lo que no esperaba aquel
paquete y estaba ansioso por saber qué contenía. Una vez abierto, dentro hallé
tres cajitas más pequeñas de cuyo interior saqué un montón de cromos iguales a los
que solía coleccionar cuando era niño.
Le lancé a mi madre una
mirada desconfiada y vi que ella tenía la misma expresión de asombro en sus
ojos. Busqué dentro de la caja para ver si había algún rastro de quién me la
había enviado. “¿Quién me habrá mandado esto a mí?” pensé al no encontrar nada.
“Quizá se hayan equivocado” traté de convencerme. Entonces cogí el montón de
cromos que había dejado revueltos y comencé a mirarlos más detalladamente. Los
extendí encima de la mesa y vi que se trataba de varias colecciones diferentes.
Me eran muy familiares, curiosamente las había hecho todas hacía ya muchos
años. Se lo mencioné a mi madre, que se limitó a encogerse de hombros y sin
hacerme caso se puso a terminar de recoger los restos del desayuno. “Siempre
tan ocupada” refunfuñé en mi cabeza.
Recogí todos los cromos y
los metí nuevamente en la caja en la que los había recibido. Me fui con todo a
mi cuarto y me senté frente a la mesita que había al lado de la cama. Aquella
mesa y su correspondiente silla a juego, ambas de madera color blanco, llevaban
en mi habitación toda mi vida. Mi padre las había hecho poco antes de que yo
naciera y eran de las pocas cosas que aún conservaba en mi cuarto, el resto las
habían ido cambiando mis padres con el paso de los años. Me gustaba sentarme allí
porque a través de la ventana veía un paisaje que me encantaba: un pequeño
trocito de mi pueblo. Era un lugar tan sencillo y tranquilo que a muchos incluso
podría resultarles aburrido. Apenas había un puñado de casas, la plaza y un
parque donde casi siempre había algún crío jugando, pero a mí no me aburría, al
contrario, siempre había sido feliz allí y no ansiaba nada más.
Dejé los recuerdos a un lado
y en menos de media hora ya había clasificado y ordenado los cromos. Me
pregunté dónde estarían las colecciones que yo mismo había hecho de niño. Salí de
la habitación para preguntárselo a mi madre y, llevándose el dedo índice a la
sien, cosa que solía hacer cuando pensaba, me dijo que probablemente los habría
tirado mi padre en una de las limpiezas que hacía cada año al comenzar el
verano. Qué rabia me dio. Me enfadé un poco con él por haber decidido, sin
preguntarme a mí primero, que esos cromos no eran lo suficientemente
importantes como para guardarlos, con lo que me había costado conseguirlos
todos. Pero mi padre estaba muerto y no podía decirle nada así que decidí que
no merecía la pena el disgusto.
Durante todo el día solo
pensé en quién me había enviado los cromos y sobre todo, en por qué, no tenía
otra cosa en la cabeza. Las horas pasaron despacio, mucho más de lo que hubiera
deseado. Mi madre, como siempre, estaba ocupada haciendo sus cosas, así que
apenas se percató de mi agobio. Lo prefería así, conmigo dando vueltas a la
cabeza era suficiente. Ya caída la noche me refugié en mi habitación y nuevamente
abrí la caja, en la que horas antes había vuelto a guardar los cromos. No los
había vuelto a tocar en todo el día, a pesar de que me pasé la mayor parte del
tiempo pensando en ellos. Los ordené de nuevo, esta vez sentado encima de la
cama, y me quedé mirándolos fijamente, aunque en realidad tenía la mirada
perdida, pensando por enésima vez en el misterioso remitente. No sé cuánto
tiempo estuve así, antes de caer dormido, pero sí recuerdo que aquella noche
soñé, y me gustó hacerlo.
Domingo
por la mañana, cuando el reloj marca las nueve en punto se empieza a escuchar a
mi padre canturreando por los pasillos de casa. Es su forma de despertarnos a
mí y a mi madre, que aún dormimos. Le gusta hacerlo así porque dice que nos
levantamos de mejor humor. Puede que tenga razón. Después de desayunar me aseo
y me visto con la ropa de los domingos que mi madre colocó cuidadosamente
anoche encima de la silla de mi cuarto. Mis padres están muy elegantes también.
El domingo es mi día favorito de la semana porque es el único en el que salimos
los tres juntos. También me gusta mucho porque vamos a la plaza a cambiar los
cromos que tengo repetidos por los que me faltan. Ahora estoy haciendo una
colección de fútbol y me quedan pocos para completarla, cinco o seis, ¡tengo
unas ganas! Ojalá sea el primero de mis amigos en conseguirlo. Ese es nuestro
plan de todos los domingos, si no llueve, claro. Entonces nos quedamos en casa.
Hoy no llueve así que estoy contento. En la plaza nos encontramos con un montón
de amigos que también van para cambiar sus cromos. Yo me entretengo
intercambiando jugadores mientras mis padres dan un paseo por el mercado que han
puesto los comerciantes del pueblo. Al rato viene mi padre y me ayuda con los
cromos. Aunque no lo quiera reconocer yo estoy seguro de que le gusta tanto
como a mí, se lo noto en la cara. Me encanta que sea así. Cuando es la hora de irnos
a casa a comer protesto un poco, pues estoy muy a gusto. Ya estoy deseando que
llegue el próximo domingo para volver, pero hoy tenemos que marcharnos.
Cuando me desperté a la
mañana siguiente me sentí algo aturdido. En el fondo sabía que había estado
soñando pero había sido tan real que dudé por un momento. Parecía como si
acabara de estar en la plaza con mis padres, como si no hubieran pasado años en
vez de minutos, pero sabía que no era así, que hacía mucho tiempo que ya no era
así. Desde que mi padre murió mi madre cambió mucho, se vio obligada a trabajar
demasiadas horas para mantenernos y el cansancio y la tristeza hicieron que
dejáramos de hacer tantas cosas juntos. Apenas nos quedaban tiempo y ganas para
compartir algunos desayunos. Yo sabía que me quería mucho, “nunca olvides que eres
mi niño, mi vida”, me decía constantemente pero, aun teniéndola a mi lado,
muchas veces era como si no estuviera, y la echaba mucho de menos.
Recibir la caja con los
cromos me había evocado maravillosos recuerdos de mi infancia, pero también me
había obligado a pensar en mi padre, cuya muerte me costó años superar. Sentí
una mezcla de dicha y nostalgia, me encantó revivir momentos de mi niñez pero
acordarme de mi padre, aun habiendo pasado años de su muerte, me seguía
doliendo muchísimo. Me enfadé con la persona que me había enviado el paquete,
él o ella, fuera quien fuera, tenía la culpa de que me sintiera así. Enseguida
me di cuenta de que mi rabia no tenía razón de ser, ¿a quién se lo iba a
reprochar? Ya había buscado dentro de la caja un millón de veces, incluso había
revisado cada cromo por si encontraba alguna pista pero no hallé nada. Me
levanté de la cama y con la caja debajo del brazo fui a la cocina a buscar a mi
madre. Estaba desayunando. Coloqué todos los cromos encima de la mesa y
mirándola fijamente a los ojos le dije: “¿me ayudas?”. Ella sonrió. Estuvimos
toda la mañana clasificándolos, revolviéndolos y volviéndolos a ordenar. La vi
feliz y yo lo estaba también, como en los viejos tiempos.
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