jueves, 29 de mayo de 2014

Reseña: "Los niños que ya no sonríen" de Fran Santana

Título: “Los niños que ya no sonríen”
Autor: Fran Santana
Páginas: 413
Publicación: febrero 2014 (Ediciones B)
Género: Novela negra

El motivo que me llevó a leer este libro fue conocer en persona a su autor y tener la ocasión de hablar con él. Esto es algo que no suele suceder -al menos no a mí-, lo más habitual es leer una novela y después tratar de conocer a quién la ha escrito. Comparto lugar de residencia con el autor y un día tuve la suerte de coincidir con él e intercambiar algunos aspectos sobre el mundo literario, dándome él varios consejos muy valiosos. De ese modo su libro pasó a ser el siguiente en mi lista de pendientes.

Autor
Fran Santana -o Paco, como le llaman sus allegados-, es el autor de “los niños que ya no sonríen”. A este albañil de profesión siempre le gustó leer, sobre todo a Stephen King. Cuando se quedó en paro comenzó a escribir, sin más maestro que todos los libros que había devorado a lo largo de su vida. En poco tiempo tuvo terminada su novela y, dada la dificultad que hay hoy día para captar el interés de las editoriales, decidió autoeditar su obra, buscando financiación por su cuenta. No le fue nada mal vendiendo él mismo el libro y pronto varias editoriales se fijaron en él, publicando finalmente la novela la editorial Ediciones B.

Resumen / Sinopsis
La historia transcurre en Bilbao, Etxebarri, y alrededores. Alguien se dedica a sembrar el terror matando gente, obligando a otros a decidir quién debe morir, acabando con la vida de personas de las formas más horribles que se puedan imaginar… Pero detrás de todo esto hay algo mucho más trascendente que unas muertes macabras: los niños. Ellos, los que ya no sonríen, también son los protagonistas de esta historia, niños por los que se puede llegar incluso a matar.

Opinión personal
Cuando le dije a Paco que iba a comenzar a leer su libro me comentó que era duro y, ahora que lo he terminado, tengo que darle toda la razón. Tanto es así, que leyendo algunos fragmentos no he podido evitar que se me escapara alguna lagrimilla. Pero si hay una palabra con la que definiría esta novela no es “dura”, sino “intensa”. He tardado unas tres semanas en terminarla y cada minuto que la he tenido en las manos he estado en tensión, alerta a lo que iba a suceder. Desde la primera hoja hasta prácticamente la última suceden cosas, se dan giros inesperados que obligan a estar muy pendiente para no perderse nada. Es una suerte poder leer así, acabar un capítulo y querer seguir con otro y otro más. En definitiva, engancharse a un libro, que supongo que es lo a que gusta a cualquier lector.

Una frase del libro que me llamó la atención, por el contexto, por lo que se siente al leer esta historia, es: “nunca en mi vida me había sentido tan indefensa como en ese momento”. La novela está repleta de sentimientos -no por cómo escribe el autor, sino por lo que cuenta-, de crueldad, de gente muy mala y gente muy buena. Pero sobre todo, este libro da sorpresas. Cuando crees que ya no puede pasar nada nuevo, va el autor y te lanza una nueva incógnita o te desvela un dato relevante que no esperabas. Así desde el principio hasta el final, sorpresa tras sorpresa.

La novela está dividida en 42 capítulos, no excesivamente largos. Esto siempre me gusta porque prefiero poder terminar un capítulo antes de parar de leer, en vez de tener que dejarlo a medias. Así cuesta menos reengancharse después. El lenguaje que utiliza el autor es sencillo y fácil de comprender, aunque bajo mi punto de vista no parece que este sea su primer libro. Quizá sea su gran hábito lector lo que le ha dado una experiencia sin tenerla realmente, ya que la forma en la que Paco ha escrito este libro es muy correcta, con un lenguaje elaborado, cultivado… en definitiva, muy bien escrito.

Al libro le pongo dos peros: uno, que al estar ambientado en Etxebarri y Bilbao y emplear algunas palabras en euskera, puede resultar raro, e incluso incómodo, para alguien no familiarizado con esos lugares o con el idioma; el otro, que aparecen bastantes personajes, algunos con nombres extranjeros, lo que puede llevar a lío al lector y obliga a estar muy atento. Personalmente, en algunos fragmentos he tenido que releer párrafos o volver algunas páginas atrás para enterarme de quién era algún personaje que no recordaba.

En resumen, se trata de un libro muy interesante, de los que enganchan y no se pueden dejar de leer. Lo mejor de la novela es que nada es lo que parece, hasta el punto de que el lector puede incluso llegar a sentirse engañado. Pero dudo que nadie se enfade por eso, ya que las sorpresas son siempre agradables, en el sentido de que incrementan las ganas de continuar leyendo para saber qué sucede. En algunos momentos de la historia he pensado “¡venga ya!” o “no puede ser”. Personalmente creo que no hay nada mejor en un libro de género negro que sea imprevisible, que desconcierte, que deje al lector con la boca abierta por algo que no esperaba… Recomendable para cualquiera que le gusten las novelas de crímenes, policías y mucha intriga.

domingo, 18 de mayo de 2014

Relato: La caja de mis recuerdos

Apenas eran las siete de la mañana cuando un rayo de sol se filtró travieso como un niño entre las cortinas de la habitación y me dio de lleno en la cara, obligándome a abrir los ojos. Parecía que el radiante día que aún estaba por llegar quisiera levantarme de la cama a la fuerza. No me hacía ninguna gracia, aunque la culpa era mía por no haber cerrado del todo la persiana antes de acostarme. En un intento de resistirme, me di la vuelta e intenté volver a dormirme, pero no hubo manera, aquella primera luz del día había decidido que ya era hora de que me despertara y terminé por aceptarlo sin rechistar, a pesar de que era sábado y podía dormir hasta que quisiera.

Mientras me vestía para ir a la cocina escuché correr el agua de la ducha. Mi madre, tan madrugadora como siempre, ya estaba en pie dispuesta a comerse el mundo. “Dormir es una pérdida de tiempo”, solía decir a menudo. “Dormir es un placer” la contradecía yo. Qué poco nos parecemos mi madre y yo. En cuanto abrí la puerta de mi cuarto percibí el mismo olor a café y tostadas de cada fin de semana desde que mi mente alcanzaba a recordar. No puede evitar sonreír. El mismo desayuno desde hacía años y, a pesar de lo sencillo, no lo cambiaría por nada. Mi madre se llevó una sorpresa al verme entrar en la cocina tan temprano, incluso hizo alguna broma sobre si me había caído de la cama. Tras el jocoso comentario desayunamos juntos. Me gustó compartir ese momento con ella ya que hacía algunas semanas que no coincidíamos a primera hora de la mañana.

Cuando estábamos recogiendo la mesa sonó el timbre. Era demasiado temprano para visitas y ambos nos miramos extrañados, aunque yo acudí ligero para ver quién venía a esas horas. Un mensajero esperaba tras la puerta, sujetando un pequeño paquete -no más grande que una caja de zapatos-. Preguntó por mí y, tras enseñarle mi documentación, me entregó la caja. Rápidamente la coloqué encima de la mesa de la cocina, aún a medio recoger, y bajo la atenta mirada de mi madre y me dispuse a abrirla. Hacía meses que no compraba nada a través de Internet, por lo que no esperaba aquel paquete y estaba ansioso por saber qué contenía. Una vez abierto, dentro hallé tres cajitas más pequeñas de cuyo interior saqué un montón de cromos iguales a los que solía coleccionar cuando era niño.

Le lancé a mi madre una mirada desconfiada y vi que ella tenía la misma expresión de asombro en sus ojos. Busqué dentro de la caja para ver si había algún rastro de quién me la había enviado. “¿Quién me habrá mandado esto a mí?” pensé al no encontrar nada. “Quizá se hayan equivocado” traté de convencerme. Entonces cogí el montón de cromos que había dejado revueltos y comencé a mirarlos más detalladamente. Los extendí encima de la mesa y vi que se trataba de varias colecciones diferentes. Me eran muy familiares, curiosamente las había hecho todas hacía ya muchos años. Se lo mencioné a mi madre, que se limitó a encogerse de hombros y sin hacerme caso se puso a terminar de recoger los restos del desayuno. “Siempre tan ocupada” refunfuñé en mi cabeza.

Recogí todos los cromos y los metí nuevamente en la caja en la que los había recibido. Me fui con todo a mi cuarto y me senté frente a la mesita que había al lado de la cama. Aquella mesa y su correspondiente silla a juego, ambas de madera color blanco, llevaban en mi habitación toda mi vida. Mi padre las había hecho poco antes de que yo naciera y eran de las pocas cosas que aún conservaba en mi cuarto, el resto las habían ido cambiando mis padres con el paso de los años. Me gustaba sentarme allí porque a través de la ventana veía un paisaje que me encantaba: un pequeño trocito de mi pueblo. Era un lugar tan sencillo y tranquilo que a muchos incluso podría resultarles aburrido. Apenas había un puñado de casas, la plaza y un parque donde casi siempre había algún crío jugando, pero a mí no me aburría, al contrario, siempre había sido feliz allí y no ansiaba nada más.

Dejé los recuerdos a un lado y en menos de media hora ya había clasificado y ordenado los cromos. Me pregunté dónde estarían las colecciones que yo mismo había hecho de niño. Salí de la habitación para preguntárselo a mi madre y, llevándose el dedo índice a la sien, cosa que solía hacer cuando pensaba, me dijo que probablemente los habría tirado mi padre en una de las limpiezas que hacía cada año al comenzar el verano. Qué rabia me dio. Me enfadé un poco con él por haber decidido, sin preguntarme a mí primero, que esos cromos no eran lo suficientemente importantes como para guardarlos, con lo que me había costado conseguirlos todos. Pero mi padre estaba muerto y no podía decirle nada así que decidí que no merecía la pena el disgusto.

Durante todo el día solo pensé en quién me había enviado los cromos y sobre todo, en por qué, no tenía otra cosa en la cabeza. Las horas pasaron despacio, mucho más de lo que hubiera deseado. Mi madre, como siempre, estaba ocupada haciendo sus cosas, así que apenas se percató de mi agobio. Lo prefería así, conmigo dando vueltas a la cabeza era suficiente. Ya caída la noche me refugié en mi habitación y nuevamente abrí la caja, en la que horas antes había vuelto a guardar los cromos. No los había vuelto a tocar en todo el día, a pesar de que me pasé la mayor parte del tiempo pensando en ellos. Los ordené de nuevo, esta vez sentado encima de la cama, y me quedé mirándolos fijamente, aunque en realidad tenía la mirada perdida, pensando por enésima vez en el misterioso remitente. No sé cuánto tiempo estuve así, antes de caer dormido, pero sí recuerdo que aquella noche soñé, y me gustó hacerlo.

Domingo por la mañana, cuando el reloj marca las nueve en punto se empieza a escuchar a mi padre canturreando por los pasillos de casa. Es su forma de despertarnos a mí y a mi madre, que aún dormimos. Le gusta hacerlo así porque dice que nos levantamos de mejor humor. Puede que tenga razón. Después de desayunar me aseo y me visto con la ropa de los domingos que mi madre colocó cuidadosamente anoche encima de la silla de mi cuarto. Mis padres están muy elegantes también. El domingo es mi día favorito de la semana porque es el único en el que salimos los tres juntos. También me gusta mucho porque vamos a la plaza a cambiar los cromos que tengo repetidos por los que me faltan. Ahora estoy haciendo una colección de fútbol y me quedan pocos para completarla, cinco o seis, ¡tengo unas ganas! Ojalá sea el primero de mis amigos en conseguirlo. Ese es nuestro plan de todos los domingos, si no llueve, claro. Entonces nos quedamos en casa. Hoy no llueve así que estoy contento. En la plaza nos encontramos con un montón de amigos que también van para cambiar sus cromos. Yo me entretengo intercambiando jugadores mientras mis padres dan un paseo por el mercado que han puesto los comerciantes del pueblo. Al rato viene mi padre y me ayuda con los cromos. Aunque no lo quiera reconocer yo estoy seguro de que le gusta tanto como a mí, se lo noto en la cara. Me encanta que sea así. Cuando es la hora de irnos a casa a comer protesto un poco, pues estoy muy a gusto. Ya estoy deseando que llegue el próximo domingo para volver, pero hoy tenemos que marcharnos.

Cuando me desperté a la mañana siguiente me sentí algo aturdido. En el fondo sabía que había estado soñando pero había sido tan real que dudé por un momento. Parecía como si acabara de estar en la plaza con mis padres, como si no hubieran pasado años en vez de minutos, pero sabía que no era así, que hacía mucho tiempo que ya no era así. Desde que mi padre murió mi madre cambió mucho, se vio obligada a trabajar demasiadas horas para mantenernos y el cansancio y la tristeza hicieron que dejáramos de hacer tantas cosas juntos. Apenas nos quedaban tiempo y ganas para compartir algunos desayunos. Yo sabía que me quería mucho, “nunca olvides que eres mi niño, mi vida”, me decía constantemente pero, aun teniéndola a mi lado, muchas veces era como si no estuviera, y la echaba mucho de menos.

Recibir la caja con los cromos me había evocado maravillosos recuerdos de mi infancia, pero también me había obligado a pensar en mi padre, cuya muerte me costó años superar. Sentí una mezcla de dicha y nostalgia, me encantó revivir momentos de mi niñez pero acordarme de mi padre, aun habiendo pasado años de su muerte, me seguía doliendo muchísimo. Me enfadé con la persona que me había enviado el paquete, él o ella, fuera quien fuera, tenía la culpa de que me sintiera así. Enseguida me di cuenta de que mi rabia no tenía razón de ser, ¿a quién se lo iba a reprochar? Ya había buscado dentro de la caja un millón de veces, incluso había revisado cada cromo por si encontraba alguna pista pero no hallé nada. Me levanté de la cama y con la caja debajo del brazo fui a la cocina a buscar a mi madre. Estaba desayunando. Coloqué todos los cromos encima de la mesa y mirándola fijamente a los ojos le dije: “¿me ayudas?”. Ella sonrió. Estuvimos toda la mañana clasificándolos, revolviéndolos y volviéndolos a ordenar. La vi feliz y yo lo estaba también, como en los viejos tiempos.Apenas eran las siete de la mañana cuando un rayo de sol se filtró travieso como un niño entre las cortinas de la habitación y me dio de lleno en la cara, obligándome a abrir los ojos. Parecía que el radiante día que aún estaba por llegar quisiera levantarme de la cama a la fuerza. No me hacía ninguna gracia, aunque la culpa era mía por no haber cerrado del todo la persiana antes de acostarme. En un intento de resistirme, me di la vuelta e intenté volver a dormirme, pero no hubo manera, aquella primera luz del día había decidido que ya era hora de que me despertara y terminé por aceptarlo sin rechistar, a pesar de que era sábado y podía dormir hasta que quisiera.

Mientras me vestía para ir a la cocina escuché correr el agua de la ducha. Mi madre, tan madrugadora como siempre, ya estaba en pie dispuesta a comerse el mundo. “Dormir es una pérdida de tiempo”, solía decir a menudo. “Dormir es un placer” la contradecía yo. Qué poco nos parecemos mi madre y yo. En cuanto abrí la puerta de mi cuarto percibí el mismo olor a café y tostadas de cada fin de semana desde que mi mente alcanzaba a recordar. No puede evitar sonreír. El mismo desayuno desde hacía años y, a pesar de lo sencillo, no lo cambiaría por nada. Mi madre se llevó una sorpresa al verme entrar en la cocina tan temprano, incluso hizo alguna broma sobre si me había caído de la cama. Tras el jocoso comentario desayunamos juntos. Me gustó compartir ese momento con ella ya que hacía algunas semanas que no coincidíamos a primera hora de la mañana.

Cuando estábamos recogiendo la mesa sonó el timbre. Era demasiado temprano para visitas y ambos nos miramos extrañados, aunque yo acudí ligero para ver quién venía a esas horas. Un mensajero esperaba tras la puerta, sujetando un pequeño paquete -no más grande que una caja de zapatos-. Preguntó por mí y, tras enseñarle mi documentación, me entregó la caja. Rápidamente la coloqué encima de la mesa de la cocina, aún a medio recoger, y bajo la atenta mirada de mi madre y me dispuse a abrirla. Hacía meses que no compraba nada a través de Internet, por lo que no esperaba aquel paquete y estaba ansioso por saber qué contenía. Una vez abierto, dentro hallé tres cajitas más pequeñas de cuyo interior saqué un montón de cromos iguales a los que solía coleccionar cuando era niño.

Le lancé a mi madre una mirada desconfiada y vi que ella tenía la misma expresión de asombro en sus ojos. Busqué dentro de la caja para ver si había algún rastro de quién me la había enviado. “¿Quién me habrá mandado esto a mí?” pensé al no encontrar nada. “Quizá se hayan equivocado” traté de convencerme. Entonces cogí el montón de cromos que había dejado revueltos y comencé a mirarlos más detalladamente. Los extendí encima de la mesa y vi que se trataba de varias colecciones diferentes. Me eran muy familiares, curiosamente las había hecho todas hacía ya muchos años. Se lo mencioné a mi madre, que se limitó a encogerse de hombros y sin hacerme caso se puso a terminar de recoger los restos del desayuno. “Siempre tan ocupada” refunfuñé en mi cabeza.

Recogí todos los cromos y los metí nuevamente en la caja en la que los había recibido. Me fui con todo a mi cuarto y me senté frente a la mesita que había al lado de la cama. Aquella mesa y su correspondiente silla a juego, ambas de madera color blanco, llevaban en mi habitación toda mi vida. Mi padre las había hecho poco antes de que yo naciera y eran de las pocas cosas que aún conservaba en mi cuarto, el resto las habían ido cambiando mis padres con el paso de los años. Me gustaba sentarme allí porque a través de la ventana veía un paisaje que me encantaba: un pequeño trocito de mi pueblo. Era un lugar tan sencillo y tranquilo que a muchos incluso podría resultarles aburrido. Apenas había un puñado de casas, la plaza y un parque donde casi siempre había algún crío jugando, pero a mí no me aburría, al contrario, siempre había sido feliz allí y no ansiaba nada más.

Dejé los recuerdos a un lado y en menos de media hora ya había clasificado y ordenado los cromos. Me pregunté dónde estarían las colecciones que yo mismo había hecho de niño. Salí de la habitación para preguntárselo a mi madre y, llevándose el dedo índice a la sien, cosa que solía hacer cuando pensaba, me dijo que probablemente los habría tirado mi padre en una de las limpiezas que hacía cada año al comenzar el verano. Qué rabia me dio. Me enfadé un poco con él por haber decidido, sin preguntarme a mí primero, que esos cromos no eran lo suficientemente importantes como para guardarlos, con lo que me había costado conseguirlos todos. Pero mi padre estaba muerto y no podía decirle nada así que decidí que no merecía la pena el disgusto.

Durante todo el día solo pensé en quién me había enviado los cromos y sobre todo, en por qué, no tenía otra cosa en la cabeza. Las horas pasaron despacio, mucho más de lo que hubiera deseado. Mi madre, como siempre, estaba ocupada haciendo sus cosas, así que apenas se percató de mi agobio. Lo prefería así, conmigo dando vueltas a la cabeza era suficiente. Ya caída la noche me refugié en mi habitación y nuevamente abrí la caja, en la que horas antes había vuelto a guardar los cromos. No los había vuelto a tocar en todo el día, a pesar de que me pasé la mayor parte del tiempo pensando en ellos. Los ordené de nuevo, esta vez sentado encima de la cama, y me quedé mirándolos fijamente, aunque en realidad tenía la mirada perdida, pensando por enésima vez en el misterioso remitente. No sé cuánto tiempo estuve así, antes de caer dormido, pero sí recuerdo que aquella noche soñé, y me gustó hacerlo.

Domingo por la mañana, cuando el reloj marca las nueve en punto se empieza a escuchar a mi padre canturreando por los pasillos de casa. Es su forma de despertarnos a mí y a mi madre, que aún dormimos. Le gusta hacerlo así porque dice que nos levantamos de mejor humor. Puede que tenga razón. Después de desayunar me aseo y me visto con la ropa de los domingos que mi madre colocó cuidadosamente anoche encima de la silla de mi cuarto. Mis padres están muy elegantes también. El domingo es mi día favorito de la semana porque es el único en el que salimos los tres juntos. También me gusta mucho porque vamos a la plaza a cambiar los cromos que tengo repetidos por los que me faltan. Ahora estoy haciendo una colección de fútbol y me quedan pocos para completarla, cinco o seis, ¡tengo unas ganas! Ojalá sea el primero de mis amigos en conseguirlo. Ese es nuestro plan de todos los domingos, si no llueve, claro. Entonces nos quedamos en casa. Hoy no llueve así que estoy contento. En la plaza nos encontramos con un montón de amigos que también van para cambiar sus cromos. Yo me entretengo intercambiando jugadores mientras mis padres dan un paseo por el mercado que han puesto los comerciantes del pueblo. Al rato viene mi padre y me ayuda con los cromos. Aunque no lo quiera reconocer yo estoy seguro de que le gusta tanto como a mí, se lo noto en la cara. Me encanta que sea así. Cuando es la hora de irnos a casa a comer protesto un poco, pues estoy muy a gusto. Ya estoy deseando que llegue el próximo domingo para volver, pero hoy tenemos que marcharnos.

Cuando me desperté a la mañana siguiente me sentí algo aturdido. En el fondo sabía que había estado soñando pero había sido tan real que dudé por un momento. Parecía como si acabara de estar en la plaza con mis padres, como si no hubieran pasado años en vez de minutos, pero sabía que no era así, que hacía mucho tiempo que ya no era así. Desde que mi padre murió mi madre cambió mucho, se vio obligada a trabajar demasiadas horas para mantenernos y el cansancio y la tristeza hicieron que dejáramos de hacer tantas cosas juntos. Apenas nos quedaban tiempo y ganas para compartir algunos desayunos. Yo sabía que me quería mucho, “nunca olvides que eres mi niño, mi vida”, me decía constantemente pero, aun teniéndola a mi lado, muchas veces era como si no estuviera, y la echaba mucho de menos.

Recibir la caja con los cromos me había evocado maravillosos recuerdos de mi infancia, pero también me había obligado a pensar en mi padre, cuya muerte me costó años superar. Sentí una mezcla de dicha y nostalgia, me encantó revivir momentos de mi niñez pero acordarme de mi padre, aun habiendo pasado años de su muerte, me seguía doliendo muchísimo. Me enfadé con la persona que me había enviado el paquete, él o ella, fuera quien fuera, tenía la culpa de que me sintiera así. Enseguida me di cuenta de que mi rabia no tenía razón de ser, ¿a quién se lo iba a reprochar? Ya había buscado dentro de la caja un millón de veces, incluso había revisado cada cromo por si encontraba alguna pista pero no hallé nada. Me levanté de la cama y con la caja debajo del brazo fui a la cocina a buscar a mi madre. Estaba desayunando. Coloqué todos los cromos encima de la mesa y mirándola fijamente a los ojos le dije: “¿me ayudas?”. Ella sonrió. Estuvimos toda la mañana clasificándolos, revolviéndolos y volviéndolos a ordenar. La vi feliz y yo lo estaba también, como en los viejos tiempos.

jueves, 8 de mayo de 2014

Reseña: "La noche soñada" de Màxim Huerta



Título: “La noche soñada”
Autor: Màxim Huerta
Páginas: 352
Publicación: 25-03-2014 (Espasa)
Premio Primavera de Novela 2014

Màxim Huerta, autor de la novela que voy a reseñar, me gusta desde siempre. Recuerdo cuando le veía presentando el informativo de madrugada en Telecinco, hace ya casi quince años. Procuraba verle siempre porque me encantaba su forma de comunicar. He de reconocer que cuando se pasó a “El Programa de Ana Rosa” le perdí la pista. También tengo que admitir que “La noche soñada” es la primera novela suya que leo, aunque cuenta con otras tres, publicadas anteriormente. Gracias sobre todo a Twitter supe de éste último libro y, después de leerlo, sé que pronto me pondré con los anteriores porque, al igual que dando las noticias me parecía que tenía algo, también escribiendo creo que transmite como pocos.

Autor
Una copa de vino tinto, una vela y su música favorita. Es todo lo que necesita Màxim Huerta para escribir. A sus 43 años, el valenciano ya ha publicado cuatro novelas. La última, “La noche soñada”, le ha servido para hacerse con el Premio Primavera de Novela 2014. Aunque empezó a escribir cuando era niño, y no ha dejado de hacerlo desde entonces, fue su faceta de periodista la que le dio la fama, primero como presentador de informativos y después como copresentador en “El Programa de Ana Rosa”, en Telecinco, donde continúa actualmente. Asegura que le encanta compartir momentos con sus lectores y no descarta dejar la televisión para dedicar todo su tiempo a escribir. Seguro que no le iría nada mal.

Resumen / Sinopsis
Justo Brightman es un niño de doce años que vive en Calabella, un pueblo de la Costa Brava, con sus padres, su hermana y sus nueve tías. La noche de San Juan de 1980 todo el pueblo espera ansioso la llegada de la famosa actriz Ava Gardner, que va a acudir al pueblo para inaugurar el cine de verano. En esa noche mágica todo el mundo pedirá un deseo pero Justo ha decidido que en vez de pedirlo, él hará todo lo posible por hacer realidad su deseo. Esa noche tratará de cambiar su vida y la de su familia, haciendo lo que sea para que sean, por fin, felices.

Opinión personal
El libro “La noche soñada” está dividido en 38 capítulos, más bien cortos, lo que ayuda a la hora de hacer una parada en la lectura. Personalmente lo prefiero así para no tener que dejar un capítulo a medias en caso de no poder continuar leyendo, cosa que me da mucha rabia, sobre todo si la historia me engancha. De principio a fin Màxim utiliza un lenguaje sencillo, que hace del libro un texto fácil de leer y comprender. Se trata de una lectura ligera, aunque en mi caso, he sido yo la que he decidido leer más despacio para disfrutar de los detalles, de frases como “respiré hondo para sentir el aroma de siempre, ese aroma de madre que no hay perfumista que pueda imitarlo” o “te quiero, te he querido y te querré cuando ya no te conozca”. La novela está repleta de fragmentos para leer y releer, que hacen que no se pueda evitar sonreír.

En el tiempo que he tardado en leer este libro he estado deseando tener un rato para cogerlo, aunque no por lo intrigante de la trama, sino por la manera en la que está escrito, con una sensibilidad digna de destacar. La forma que tiene Màxim de describir objetos, lugares, personas y, sobre todo, sentimientos, es de alabar. No es nada fácil transmitir a los lectores lo que se tiene en mente y, sin duda, creo que el autor lo ha conseguido. No sé si lo que ha plasmado en el papel es exactamente lo que quería, pero del libro afloran sentimientos en cada palabra, en cada letra, en cada descripción… Cuando un libro engancha más por cómo está escrito que por lo que cuenta, es porque el autor ha hecho bien su trabajo.

Centrándome en la historia, me gustó desde el principio. Me encanta la relación que el protagonista tiene con su madre a lo largo de todo el libro, y lo que el niño hace por ella. Ella le adora y él haría cualquier cosa por ella. Todo por un hijo, y todo por una madre. Leyendo las palabras y reflexiones que se dedican mutuamente es fácil acordarse de la propia madre, de la infancia, de los buenos momentos… Màxim consigue que se coja un gran cariño a los personajes: Justo, su madre, la tía Visi… Son personas que fácilmente el lector puede identificar con familiares propios y que gusta recordar.

Me ha gustado mucho que la historia la narre Justo, el protagonista, en primera persona. Y que dé tantos detalles acerca de lo que piensa o siente. Eso ayuda a que el lector pueda llegar a identificarse con él y, por supuesto, a entenderle. Cuando leo un libro me gusta meterme de lleno en la historia, llegar a creer por un momento que es real y, para eso, la única manera es conocer todos los pormenores, sobre todo saber qué les pasa a los protagonistas por la cabeza. Sin duda Màxim lo logra, por un lado por el sinfín de detalles que proporciona y, por otro, por la delicadeza con la que los expresa.

El libro es una total declaración de intenciones, impulsa a buscar la felicidad, a apartar lo que hace daño y quedarse solo con lo bueno, a hacer lo posible para ser felices y hacer felices a los que queremos. Eso es lo realmente importante, la felicidad y nada más. Eso es exactamente lo que busca Justo Brightman en el libro. Aunque algunos fragmentos transmiten cierta melancolía -cosa inevitable en un libro con tanto sentimiento-, el estilo y buen gusto con que está escrito hacen que el buen sabor de boca que queda al leerlo sea indiscutible. Muy recomendable para quien le guste sentir cuando lee.

martes, 6 de mayo de 2014

Microrrelatos


NUEVA VIDA 

Berta se levantó realmente contenta ese día. El sol la despertó al colarse a través de las rendijas de la persiana, pero no le importó a pesar de lo temprano que era. Sabía que el día iba a ser muy especial para ella y estaba feliz. Ya no había marcha atrás, la decisión estaba tomada y por fin, su vida cambiaría para siempre. Se miró en el espejo y sonrió al pensar en lo que iba a hacer. 


SUEÑO CUMPLIDO  

Desde que tenía uso de razón le encantaba escribir. Tanto, que toda su vida había deseado convertirse en una novelista famosa. La afición le venía de su padre, siempre ambos con un libro en la mano. Su asignatura favorita, por supuesto, la literatura. Se conocía la vida y obras de decenas de escritores a los que admiraba, incluso había tenido la oportunidad de conocer a alguno.

Pensó en lo que acababa de sucederle, pero aún no era capaz de asimilarlo. La presentación de su primer libro. Se pellizcó para asegurarse de no estar soñando. El acto, las entrevistas con los medios y sobre todo los nervios, la habían dejado agotada, pero estaba más feliz de lo que nunca hubiera imaginado. Después de todos los libros leídos a lo largo de tantos años, por fin le había llegado el turno a ella.

Escribir la novela no le había costado demasiado, exceptuando el dolor de cervicales por las cientos de horas delante del ordenador. Pero eso ahora no le importaba lo más mínimo, solo pensaba en su libro y se moría de ganas de que todo el mundo descubriera lo que con tanta ilusión había plasmado en aquellas hojas.


TULIPANES 

El mensajero dejó la caja delante de la puerta, tocó dos veces el timbre y se marchó sin ser visto. Esas eran las instrucciones del cliente. La destinataria abrió la puerta y, a pesar de no ver a nadie, recogió el paquete y, confiada, lo abrió. Era un ramo de tulipanes, exactamente igual que los últimos cinco años en esas fechas. «Ha llegado la primavera», pensó. Y no pudo evitar sonreír.