martes, 4 de noviembre de 2014

Relato: Cartas de amor peligrosas



Abrí el buzón y vi que dentro había una carta. Otra más, y con esa ya eran dieciséis. Todos los lunes, desde hacía más de tres meses, el cartero depositaba el sobre en mi buzón, ajeno a lo que había en su interior. Quizá si hubiera sabido el tormento que me producían esas cartas hubiera sido tan amable de no traérmelas. Total, a él qué más le daba. Ojalá yo hubiera podido ignorar también su contenido, ojalá hubiera sido capaz de hacer como si no existieran, tirarlas a la basura y seguir con mi vida como si nunca las hubiera comenzado a recibir. Pero no podía. Cada lunes, después de coger el sobre del buzón, subía a casa y lo abría, sentada siempre en la misma silla vieja de mi también anticuada cocina. Aquel día estaba más nerviosa que las veces anteriores. La carta me temblaba entre los dedos y terminó cayéndose al suelo. Los ojos comenzaron a llenárseme de lágrimas y me llevé las manos a la cabeza, desesperada por lo asustada que me sentía. Estaba mareada y creí que iba a perder el conocimiento, pero me erguí y respiré hondo, tenía que conseguir calmarme. Recogí la carta del suelo y la leí. Esa vez el mensaje era corto pero muy claro:

“Ya queda menos para poder estar juntos, mi amor. Juntos para siempre”.

No entendía qué quería decir, por qué hablaba de estar siempre juntos, y mucho menos por qué se refería a mí como “mi amor”. Si ya estaba nerviosa antes de leer la carta, en ese momento sentí que el corazón me latía tan deprisa que iba a salírseme del pecho. Nunca en mi vida había estado tan angustiada como lo estaba entonces. Recordé cómo empezó todo. En sus primeras cartas me había hablado de sus sentimientos hacia mí, de lo guapa que le parecía, y me había expresado sus deseos de comenzar conmigo una “feliz vida en común”. Así es como solía llamarlo. Al principio no le hice caso, incluso llegué a pensar que podría tratarse de alguna equivocación. Pero cuando las cartas se convirtieron en algo constante comencé a sentirme muy incómoda. Y cuando empezó a hablarme de aspectos de mi vida, detalles que solo podría saber observándome, me asusté de verdad. Hoy día vivo aterrada.

Cuando conseguí calmarme lo suficiente como para que me dejaran de temblar las piernas decidí que debía denunciarlo. No lo había hecho antes por miedo a que me tildaran de loca o exagerada. Tenía todas las cartas guardadas, las cogí y me marché a poner la denuncia. No había más de diez minutos andando desde mi casa hasta la comisaría de Policía, pero a mí me pareció un siglo. Durante todo el trayecto tuve la horrible sensación de que me seguían, sentía como si alguien me vigilara. Mi pulso se aceleraba por momentos, lo que me obligó a detenerme varias veces para recuperar el aliento. A cada paso que daba mi miedo aumentaba y no podía evitar imaginarme al remitente de las cartas en cada hombre con el que me cruzaba.

El único dato que tenía de él era el lugar que aparecía en el matasellos de los sobres. Se trataba de una céntrica oficina de Correos en Bilbao. «Podría ser cualquiera. Sería como buscar una aguja en un pajar», me dijo el policía que me atendió. No sabía nada sobre mi acosador, solo tenía sus cartas, ni una llamada, ni un nombre, nada. Sin más que aportarles que unas «cartas inocentes» –así las definió el agente–, la Policía no podía hacer nada por ayudarme, ni siquiera me dejaron poner la denuncia, no tenía contra quien hacerlo. Me marché de allí llena de rabia. «¿Por qué no me ayudan?», me pregunté. «¿Para qué está la Policía entonces?».

Mientras volvía a casa, con el ánimo por los suelos, pensé en acercarme a la oficina de Correos de donde provenían las cartas. Quizá a algún empleado le hubiera llamado la atención que alguien enviara una carta cada semana, el mismo día y a la misma dirección. Rápidamente me convencí a mí misma de que era una tontería, sobre todo empujada por el miedo que me daba ir al mismo lugar en el que pudiera estar esa persona. Decidí volver a casa y concentrarme en otra cosa para tratar de olvidarme del tema, aunque sabía que iba a resultarme imposible. Cuando llegué metí la llave en la cerradura y noté que estaba forzada. Asustada, abrí un poco la puerta, lo justo para ver el interior, y vi el salón repleto de ramos de rosas rojas, decenas de flores invadían mi casa. En ese momento supe que era él quien había entrado. Las piernas me empezaron a temblar y esta vez no lo pude evitar, me desmayé.

Cuando recobré la consciencia estaba tumbada sobre mi cama. No tenía ni idea de cómo había llegado allí, lo último que recordaba era ver un montón de flores al abrir la puerta de casa. Aturdida, miré a mi alrededor y solo vi ramos de rosas rojas, iguales que los que había visto antes de perder el conocimiento. Estaban por toda la habitación. Me levanté, aún tambaleante, y me dispuse registrar el resto de la casa. Tenía que averiguar qué estaba pasando, aunque sabía perfectamente quién era el artífice de aquella intromisión. En cuanto crucé el umbral de la puerta del cuarto me di cuenta de que el miedo que llevaba semanas sintiendo había desaparecido, por fin se había esfumado. Me sentí contrariada. «¿Cómo puedo estar tan tranquila sabiendo que él ha entrado en mi casa?», me pregunté. Quizá el saber que estaba cerca de conocer su identidad me dio ánimos para dejar a un lado todos mis temores y ser valiente.

Al entrar en la cocina le vi. Sabía que era él, a pesar de no conocerle lo supe en cuanto le vi. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo dejándome helada, quieta, sin poder moverme ni articular palabra. Él se giró en cuanto me oyó llegar. Estaba cocinando, como si estuviera en su casa, como si no fuera la casa de una mujer a la que no conocía.
–Cariño, ya te has despertado –dijo mirándome.
–Pero… ¿qué dices? ¿Por qué me llamas cariño? ¿Y por qué estás en mi casa? No sé quién eres, no te conozco –le contesté.
–Pero yo a ti sí, mi amor. Y con eso basta de momento. A partir de ahora no vamos a separarnos nunca y verás que vamos a ser muy felices –insistió.
–¡No me llames «mi amor»! ¡Yo no soy tu amor! –grité–. Quiero que te vayas de mi casa ¡ahora! y quiero que me dejes en paz. ¿Lo has entendido?
–Teresa, cariño, no me hables así. Yo te quiero…
–¡Pero yo no! –chillé con todas mis fuerzas–. ¡Lárgate, loco!

Entonces él cambió su actitud de forma radical. Sin que me diera tiempo a verle venir se abalanzó sobre mí y me agarró del cuello con una de sus manos, apretándome la yugular con todas sus fuerzas. Mientras trataba de zafarme de él, oí vagamente cómo me decía que si no era suya no sería de nadie. Apenas podía moverme porque él era mucho más fuerte que yo y la presión de sus dedos en mi garganta hacía que todo esfuerzo por escabullirme fuera inútil. Era cuestión de segundos que mis pulmones se quedaran sin aire. Ya casi sin fuerzas, cuando estaba a punto de dejarme vencer por aquel hombre, vi en la encimera un cuchillo y no dudé en cogerlo.

Así encontró la Policía a Zacarías Bermejo –ese era su nombre–, en el suelo de mi cocina con un cuchillo clavado en un costado, a punto de morir desangrado. Por suerte para mí sobrevivió. A pesar de las insistentes preguntas de policías y psicólogos nunca dijo nada acerca de por qué me había estado acosando ni explicó por qué se había obsesionado conmigo sin conocerme. Le condenaron a un internamiento psiquiátrico de por vida. Fue un gran alivio para mí saber que ese hombre nunca más volvería a molestarme. La pesadilla se había terminado al fin.

viernes, 22 de agosto de 2014

Reseña: "No sin Lola" de Eva Martínez



Título: “No sin Lola”
Autor: Eva Martínez
Páginas: 203
Publicación: mayo 2014 (autoeditado)
Género: Ciencia ficción / romántico

Este libro cayó en mis manos gracias a la propuesta de una lectura conjunta que se hizo en el blog “el club de las lectoras”. Ya había participado en otra hacía unos meses y como me gustó la experiencia, me animé de nuevo.

Autora
La autora del libro es Eva Martínez, una joven barcelonesa de treinta años. Aunque no se dedica –ni quiere– profesionalmente al mundo literario, escribe desde que era pequeña. Después de años publicando en un blog un día decidió dar un paso más y hacer una novela. “No sin Lola” es el resultado de esa decisión y forma parte de una saga de la que acaba de publicar el segundo libro, “Aitor”. En su web Eva explica que disfruta tanto escribiendo que su única pretensión es llegar a la gente y que guste lo que escribe, tanto que incluso se ofrece a enviar de forma gratuita su libro a quien se lo pida.

Resumen / Sinopsis
El libro cuenta la historia de Lola, una chica de casi treinta años que vive una vida perfecta junto a un novio perfecto. Hasta que un día, a raíz de algunos comentarios en el blog donde escribe, se acuerda de un viejo amor no correspondido, el que fuera su mejor amigo hace años, y decide buscarle para comprobar si realmente ha olvidado lo que sentía por él. A partir de ese momento la vida de Lola se convierte en una montaña rusa de sentimientos y emociones, a lo que se suma la toma de varias decisiones de las que puede arrepentirse, o no.

Opinión personal
“No sin Lola” es un libro de amor, diría que principalmente dirigido a mujeres. O mejor dicho, creo que gustaría fundamentalmente a mujeres. Es corto, apenas tiene 203 páginas, y está escrito con un lenguaje muy coloquial, lo que hace que su lectura sea muy rápida y amena. Es un libro perfecto para leer tras otro más pesado, para disfrutar de ratos en los que poder despejar la mente. Tiene algo muy importante: la historia que se narra es tan realista que podría pasarnos a cualquiera de nosotros, lo que fomenta la participación emocional del lector.

Con este libro he ido de menos a más. La historia la cuenta la protagonista en primera persona y, algo a lo que estoy menos acostumbrada, en tiempo presente. Esto hizo que me sintiera algo incómoda al principio y me costara un poco engancharme. Incluso pensé en abandonarlo tras leer las primeras páginas, me resultaba raro. Pero decidí darle una oportunidad y creo que no me equivoqué. He de reconocer que el género romántico me gusta, me encanta, ya sea en libros, películas… en lo que sea. Y si este libro tiene algo es romanticismo y sentimientos por doquier.

La historia de Lola no es especialmente creativa, hay muchos libros que tratan sobre triángulos amorosos. Por ello es destacable el mérito de la autora por saber enganchar al lector tratando un tema tan habitual. Creo que es sobre todo la sencillez lo que hace que los lectores veamos a Lola como alguien cercano, como una chica real, como cualquiera de nuestras amigas. Y empatizar tanto con un personaje hace que quieras seguir leyendo para saber qué le sucede. A lo largo del relato Lola me ha hecho reír, llorar de emoción, e incluso me he sentido molesta con ella al no compartir alguna de las decisiones que ha tomado.

Tengo que ponerle dos peros a “No sin Lola”, mejor dicho a su redacción. Uno es que me parece que la autora hace un uso excesivo de las descripciones. Algunas explicaciones me han resultado repetitivas y otras, innecesarias, es decir, que si algo se sabe que es de una manera no hace falta explicarlo, ya que puede hacerse pesado. El otro pero es cómo ha utilizado las comas, bajo mi punto de vista ha abusado de ellas, poniéndolas en sitios en los que no corresponde hacer pausa, lo que dificulta bastante la lectura.

En resumen, “No sin Lola” es ideal para quien le gusten las historias de amor y desamor, para quien le apetezca leer un libro fresco y cortito, de esos que se terminan en dos o tres tardes sin darse ni cuenta. Es el libro perfecto para leer y no pensar demasiado, de los que hacen que te metas de lleno en la vida de sus personajes como si fuera la propia, de esos que da pena cuando se lee la última página. Por suerte ya está disponible “Aitor”, la segunda parte. Ganas de leerlo hay, veremos qué tal.

miércoles, 11 de junio de 2014

Microrrelatos

MIEDO

No le gustaba nada ir a la ciudad, había tanta gente, ruido, coches, contaminación… Y estaba el incidente que sufrió hacía años y que era incapaz de borrar de su memoria. Los recuerdos le hicieron pasar una noche agitada y se levantó nervioso. Estaba tan acostumbrado a vivir en lo alto del monte, solo, apartado de todo que, aunque era consciente de la exageración, no podía evitar sentir cierta angustia. Desayunó lo poco que su estómago le permitió, se vistió y entró en el coche. Cuando casi había llegado y vio un cartel en el que ponía “Daudia” sintió que el corazón se le salía del pecho. Respiró lo más hondo que pudo y apretó el pedal del acelerador.


INJUSTAMENTE ENCARCELADO

—¡No he hecho nada malo! ¡Nada! —gritaba desesperado el joven reo.
Apenas llevaba dos horas encerrado en aquella asquerosa celda, pero le parecían días. Se sentía exasperado como nunca antes y una enorme sensación de impotencia le recorría todo el cuerpo.
—Yo no he hecho nada —repitió, esta vez susurrando. No le quedaban ganas de continuar desgañitándose, dado el caso omiso que le hacían el par de policías que le habían detenido.
Morán y Cruz tomaban su habitual taza de café nocturna mientras comentaban lo sucedido:
—Menuda manifestación la de hoy, Morán. Y cada vez son peores, la cosa empieza a ponerse fea.
—Esos niñatos piensan que pueden protestar por cualquier cosa —respondió Morán.
—Así va el país —sentenció Cruz.


ARREPENTIDO

Creo que no puedo sudar más, es imposible estar más empapado. Acabo de ducharme y ya tengo un montón de chorretones de sudor resbalando por todo mi cuerpo. Siento un calor agobiante, aunque no sé muy bien si mi exceso de transpiración se debe a  los nervios o a los treinta y seis grados que marca el termómetro. Pero… ¿cómo voy a presentarme así a la cita? En cuanto ella vea las manchas de sudor en mi camisa solo va a sentir asco. Lo mismo de siempre. Será mejor que dé la vuelta y regrese a casa. Aún estoy a tiempo de ver la película que echan en la tele. Con suerte quizá la de esta semana sea buena.

miércoles, 4 de junio de 2014

Relato: Sentimiento de culpa

No sé de dónde saco las fuerzas para levantarme cada mañana, pero lo hago, todos los días a las siete en punto, sin excusa, apago el despertador y me pongo en pie. Tengo que hacerlo aunque no tenga ganas, aunque lo único que desee sea quedarme en la cama llorando, lamentándome por mi desgracia. Mi familia no se merece verme todo el día abatida, sufriendo y sin ganas de vivir. Hoy se me ha hecho más duro de lo habitual dejar la cama, justamente hoy se cumplen dos meses de la desaparición de Víctor, mi pequeño Víctor. A pesar de que todo el mundo me dice lo contrario, yo no puedo evitar sentirme culpable de que hoy mi hijo no esté conmigo, con nosotros. La tarde en la que desapareció era yo quien estaba con él, la responsable de cuidar de mi pequeño de siete años. Pero un momento de distracción hizo que le perdiera, que lleve sesenta largos días sin él y, lo que es peor, que no sepa si volveré a verle alguna vez. Su ausencia, y sobre todo la culpa, hacen que cada segundo de mi vida piense en quitarme la vida, no puedo pasar un día sin pensar dónde puede estar mi hijo, con quién, e incluso algunas veces no puedo evitar preguntarme si seguirá con vida. Cada vez que suena el teléfono en casa mi corazón se acelera y respondo esperando escuchar su voz, o la de quien lo tiene retenido. Porque estoy convencida de que a mi niño alguien se lo llevó.

Los primeros días tras la desaparición la policía nos ayudó mucho. En cuanto me di cuenta de que Víctor no estaba, y al no encontrarle en los alrededores, llamé a emergencias y una patrulla de la Policía Local se personó en el lugar. Tras una breve inspección me llevaron a la comisaría más cercana para tomarme declaración. Dado mi estado de nerviosismo y desesperación -gritaba como una histérica-, el policía que me atendió, visiblemente sobrepasado con la situación, llamó de inmediato a su superior, quien decidió ponerse manos a la obra cuanto antes.
—No hay tiempo que perder, quiero a un grupo de cinco agentes dedicado en exclusiva a este asunto. Tenemos que encontrar al niño ya —ordenó el comisario.
Se inició el protocolo habitual de los casos de desaparición de menores: me preguntaron dónde y con quién estábamos justo antes de que perdiera de vista a Víctor y cuáles fueron las circunstancias de la desaparición. Enseguida empapelamos todo el barrio con carteles con la foto de mi hijo, la Policía interrogó a la gente del barrio y toda la familia, con la ayuda de algunos vecinos, organizamos batidas de búsqueda. Pero no tuvimos suerte, no había ni rastro de Víctor, ni una sola pista de qué podía haberle pasado.

Fueron pasando los días y, con ellos, se fue esfumando también la esperanza de encontrar a mi hijo. La gente que nos había estado ayudando regresó a sus vidas y, desde hace un par de semanas, apenas tres o cuatro personas salimos a diario a buscarle. La Policía tampoco parece estar haciendo mucho ya. «Hacemos todo lo que está en nuestra mano» y «si tenemos noticias de su hijo nos pondremos en contacto con ustedes», es todo lo que me dicen cuando llamo a la comisaría para preguntar. Todas las mañanas, apenas unos minutos después de levantarme es lo primero que hago, siempre con el anhelo de encontrar un resquicio de esperanza al otro lado del teléfono. Pero no hallo más que largas y empiezo a pensar que ya nadie confía en que Víctor pueda regresar a casa sano y salvo. Yo no me conformo, no puedo dar por perdido a mi hijo y dejar de buscarle, como todo el mundo pretende que haga. Incluso mi marido me ha sugerido que debería seguir adelante con mi vida, sobre todo por nuestra otra hija. Mi pequeña Susana… menos mal que solo tiene tres años y no es consciente ni de la mitad de lo que está pasando. Si ella tuviera que sufrir todo lo que la familia está padeciendo… no sé qué haría.

«Por ella tengo que seguir adelante, por ella debo continuar viviendo. Mi niña no se merece una madre siempre amargada», es lo que me repito constantemente. Pero me aterroriza que mi pequeño Víctor caiga en el olvido, que realmente un día sea capaz de seguir con mi vida dejando a un lado lo que le sucedió. No quiero, me niego. No me resigno a dejar de buscarle cada segundo de mi vida. Él no merece que renunciemos a encontrarle, que nos conformemos con la idea de no verle nunca más. ¿Qué clase de madre sería si hiciera eso?  Hoy he entrado en su habitación y no he podido evitar llorar, otra vez. No he dejado de visitar su cuarto ni un solo día. Me siento en su camita, abrazo sus peluches, leo sus cuentos favoritos… y lloro, lloro más de lo que jamás creí que nadie fuera capaz de llorar. Mi marido me dice que deje de hacerlo, que estar entre sus cosas me hace daño, y que sería bueno que buscara ayuda psicológica. Yo me he negado. Nadie puede ayudarme a quitarme esta pena que tengo por haber perdido a mi niño, la culpa que siento por no haber estado más pendiente de él. Solo si aparece Víctor podré sentirme bien.

jueves, 29 de mayo de 2014

Reseña: "Los niños que ya no sonríen" de Fran Santana

Título: “Los niños que ya no sonríen”
Autor: Fran Santana
Páginas: 413
Publicación: febrero 2014 (Ediciones B)
Género: Novela negra

El motivo que me llevó a leer este libro fue conocer en persona a su autor y tener la ocasión de hablar con él. Esto es algo que no suele suceder -al menos no a mí-, lo más habitual es leer una novela y después tratar de conocer a quién la ha escrito. Comparto lugar de residencia con el autor y un día tuve la suerte de coincidir con él e intercambiar algunos aspectos sobre el mundo literario, dándome él varios consejos muy valiosos. De ese modo su libro pasó a ser el siguiente en mi lista de pendientes.

Autor
Fran Santana -o Paco, como le llaman sus allegados-, es el autor de “los niños que ya no sonríen”. A este albañil de profesión siempre le gustó leer, sobre todo a Stephen King. Cuando se quedó en paro comenzó a escribir, sin más maestro que todos los libros que había devorado a lo largo de su vida. En poco tiempo tuvo terminada su novela y, dada la dificultad que hay hoy día para captar el interés de las editoriales, decidió autoeditar su obra, buscando financiación por su cuenta. No le fue nada mal vendiendo él mismo el libro y pronto varias editoriales se fijaron en él, publicando finalmente la novela la editorial Ediciones B.

Resumen / Sinopsis
La historia transcurre en Bilbao, Etxebarri, y alrededores. Alguien se dedica a sembrar el terror matando gente, obligando a otros a decidir quién debe morir, acabando con la vida de personas de las formas más horribles que se puedan imaginar… Pero detrás de todo esto hay algo mucho más trascendente que unas muertes macabras: los niños. Ellos, los que ya no sonríen, también son los protagonistas de esta historia, niños por los que se puede llegar incluso a matar.

Opinión personal
Cuando le dije a Paco que iba a comenzar a leer su libro me comentó que era duro y, ahora que lo he terminado, tengo que darle toda la razón. Tanto es así, que leyendo algunos fragmentos no he podido evitar que se me escapara alguna lagrimilla. Pero si hay una palabra con la que definiría esta novela no es “dura”, sino “intensa”. He tardado unas tres semanas en terminarla y cada minuto que la he tenido en las manos he estado en tensión, alerta a lo que iba a suceder. Desde la primera hoja hasta prácticamente la última suceden cosas, se dan giros inesperados que obligan a estar muy pendiente para no perderse nada. Es una suerte poder leer así, acabar un capítulo y querer seguir con otro y otro más. En definitiva, engancharse a un libro, que supongo que es lo a que gusta a cualquier lector.

Una frase del libro que me llamó la atención, por el contexto, por lo que se siente al leer esta historia, es: “nunca en mi vida me había sentido tan indefensa como en ese momento”. La novela está repleta de sentimientos -no por cómo escribe el autor, sino por lo que cuenta-, de crueldad, de gente muy mala y gente muy buena. Pero sobre todo, este libro da sorpresas. Cuando crees que ya no puede pasar nada nuevo, va el autor y te lanza una nueva incógnita o te desvela un dato relevante que no esperabas. Así desde el principio hasta el final, sorpresa tras sorpresa.

La novela está dividida en 42 capítulos, no excesivamente largos. Esto siempre me gusta porque prefiero poder terminar un capítulo antes de parar de leer, en vez de tener que dejarlo a medias. Así cuesta menos reengancharse después. El lenguaje que utiliza el autor es sencillo y fácil de comprender, aunque bajo mi punto de vista no parece que este sea su primer libro. Quizá sea su gran hábito lector lo que le ha dado una experiencia sin tenerla realmente, ya que la forma en la que Paco ha escrito este libro es muy correcta, con un lenguaje elaborado, cultivado… en definitiva, muy bien escrito.

Al libro le pongo dos peros: uno, que al estar ambientado en Etxebarri y Bilbao y emplear algunas palabras en euskera, puede resultar raro, e incluso incómodo, para alguien no familiarizado con esos lugares o con el idioma; el otro, que aparecen bastantes personajes, algunos con nombres extranjeros, lo que puede llevar a lío al lector y obliga a estar muy atento. Personalmente, en algunos fragmentos he tenido que releer párrafos o volver algunas páginas atrás para enterarme de quién era algún personaje que no recordaba.

En resumen, se trata de un libro muy interesante, de los que enganchan y no se pueden dejar de leer. Lo mejor de la novela es que nada es lo que parece, hasta el punto de que el lector puede incluso llegar a sentirse engañado. Pero dudo que nadie se enfade por eso, ya que las sorpresas son siempre agradables, en el sentido de que incrementan las ganas de continuar leyendo para saber qué sucede. En algunos momentos de la historia he pensado “¡venga ya!” o “no puede ser”. Personalmente creo que no hay nada mejor en un libro de género negro que sea imprevisible, que desconcierte, que deje al lector con la boca abierta por algo que no esperaba… Recomendable para cualquiera que le gusten las novelas de crímenes, policías y mucha intriga.

domingo, 18 de mayo de 2014

Relato: La caja de mis recuerdos

Apenas eran las siete de la mañana cuando un rayo de sol se filtró travieso como un niño entre las cortinas de la habitación y me dio de lleno en la cara, obligándome a abrir los ojos. Parecía que el radiante día que aún estaba por llegar quisiera levantarme de la cama a la fuerza. No me hacía ninguna gracia, aunque la culpa era mía por no haber cerrado del todo la persiana antes de acostarme. En un intento de resistirme, me di la vuelta e intenté volver a dormirme, pero no hubo manera, aquella primera luz del día había decidido que ya era hora de que me despertara y terminé por aceptarlo sin rechistar, a pesar de que era sábado y podía dormir hasta que quisiera.

Mientras me vestía para ir a la cocina escuché correr el agua de la ducha. Mi madre, tan madrugadora como siempre, ya estaba en pie dispuesta a comerse el mundo. “Dormir es una pérdida de tiempo”, solía decir a menudo. “Dormir es un placer” la contradecía yo. Qué poco nos parecemos mi madre y yo. En cuanto abrí la puerta de mi cuarto percibí el mismo olor a café y tostadas de cada fin de semana desde que mi mente alcanzaba a recordar. No puede evitar sonreír. El mismo desayuno desde hacía años y, a pesar de lo sencillo, no lo cambiaría por nada. Mi madre se llevó una sorpresa al verme entrar en la cocina tan temprano, incluso hizo alguna broma sobre si me había caído de la cama. Tras el jocoso comentario desayunamos juntos. Me gustó compartir ese momento con ella ya que hacía algunas semanas que no coincidíamos a primera hora de la mañana.

Cuando estábamos recogiendo la mesa sonó el timbre. Era demasiado temprano para visitas y ambos nos miramos extrañados, aunque yo acudí ligero para ver quién venía a esas horas. Un mensajero esperaba tras la puerta, sujetando un pequeño paquete -no más grande que una caja de zapatos-. Preguntó por mí y, tras enseñarle mi documentación, me entregó la caja. Rápidamente la coloqué encima de la mesa de la cocina, aún a medio recoger, y bajo la atenta mirada de mi madre y me dispuse a abrirla. Hacía meses que no compraba nada a través de Internet, por lo que no esperaba aquel paquete y estaba ansioso por saber qué contenía. Una vez abierto, dentro hallé tres cajitas más pequeñas de cuyo interior saqué un montón de cromos iguales a los que solía coleccionar cuando era niño.

Le lancé a mi madre una mirada desconfiada y vi que ella tenía la misma expresión de asombro en sus ojos. Busqué dentro de la caja para ver si había algún rastro de quién me la había enviado. “¿Quién me habrá mandado esto a mí?” pensé al no encontrar nada. “Quizá se hayan equivocado” traté de convencerme. Entonces cogí el montón de cromos que había dejado revueltos y comencé a mirarlos más detalladamente. Los extendí encima de la mesa y vi que se trataba de varias colecciones diferentes. Me eran muy familiares, curiosamente las había hecho todas hacía ya muchos años. Se lo mencioné a mi madre, que se limitó a encogerse de hombros y sin hacerme caso se puso a terminar de recoger los restos del desayuno. “Siempre tan ocupada” refunfuñé en mi cabeza.

Recogí todos los cromos y los metí nuevamente en la caja en la que los había recibido. Me fui con todo a mi cuarto y me senté frente a la mesita que había al lado de la cama. Aquella mesa y su correspondiente silla a juego, ambas de madera color blanco, llevaban en mi habitación toda mi vida. Mi padre las había hecho poco antes de que yo naciera y eran de las pocas cosas que aún conservaba en mi cuarto, el resto las habían ido cambiando mis padres con el paso de los años. Me gustaba sentarme allí porque a través de la ventana veía un paisaje que me encantaba: un pequeño trocito de mi pueblo. Era un lugar tan sencillo y tranquilo que a muchos incluso podría resultarles aburrido. Apenas había un puñado de casas, la plaza y un parque donde casi siempre había algún crío jugando, pero a mí no me aburría, al contrario, siempre había sido feliz allí y no ansiaba nada más.

Dejé los recuerdos a un lado y en menos de media hora ya había clasificado y ordenado los cromos. Me pregunté dónde estarían las colecciones que yo mismo había hecho de niño. Salí de la habitación para preguntárselo a mi madre y, llevándose el dedo índice a la sien, cosa que solía hacer cuando pensaba, me dijo que probablemente los habría tirado mi padre en una de las limpiezas que hacía cada año al comenzar el verano. Qué rabia me dio. Me enfadé un poco con él por haber decidido, sin preguntarme a mí primero, que esos cromos no eran lo suficientemente importantes como para guardarlos, con lo que me había costado conseguirlos todos. Pero mi padre estaba muerto y no podía decirle nada así que decidí que no merecía la pena el disgusto.

Durante todo el día solo pensé en quién me había enviado los cromos y sobre todo, en por qué, no tenía otra cosa en la cabeza. Las horas pasaron despacio, mucho más de lo que hubiera deseado. Mi madre, como siempre, estaba ocupada haciendo sus cosas, así que apenas se percató de mi agobio. Lo prefería así, conmigo dando vueltas a la cabeza era suficiente. Ya caída la noche me refugié en mi habitación y nuevamente abrí la caja, en la que horas antes había vuelto a guardar los cromos. No los había vuelto a tocar en todo el día, a pesar de que me pasé la mayor parte del tiempo pensando en ellos. Los ordené de nuevo, esta vez sentado encima de la cama, y me quedé mirándolos fijamente, aunque en realidad tenía la mirada perdida, pensando por enésima vez en el misterioso remitente. No sé cuánto tiempo estuve así, antes de caer dormido, pero sí recuerdo que aquella noche soñé, y me gustó hacerlo.

Domingo por la mañana, cuando el reloj marca las nueve en punto se empieza a escuchar a mi padre canturreando por los pasillos de casa. Es su forma de despertarnos a mí y a mi madre, que aún dormimos. Le gusta hacerlo así porque dice que nos levantamos de mejor humor. Puede que tenga razón. Después de desayunar me aseo y me visto con la ropa de los domingos que mi madre colocó cuidadosamente anoche encima de la silla de mi cuarto. Mis padres están muy elegantes también. El domingo es mi día favorito de la semana porque es el único en el que salimos los tres juntos. También me gusta mucho porque vamos a la plaza a cambiar los cromos que tengo repetidos por los que me faltan. Ahora estoy haciendo una colección de fútbol y me quedan pocos para completarla, cinco o seis, ¡tengo unas ganas! Ojalá sea el primero de mis amigos en conseguirlo. Ese es nuestro plan de todos los domingos, si no llueve, claro. Entonces nos quedamos en casa. Hoy no llueve así que estoy contento. En la plaza nos encontramos con un montón de amigos que también van para cambiar sus cromos. Yo me entretengo intercambiando jugadores mientras mis padres dan un paseo por el mercado que han puesto los comerciantes del pueblo. Al rato viene mi padre y me ayuda con los cromos. Aunque no lo quiera reconocer yo estoy seguro de que le gusta tanto como a mí, se lo noto en la cara. Me encanta que sea así. Cuando es la hora de irnos a casa a comer protesto un poco, pues estoy muy a gusto. Ya estoy deseando que llegue el próximo domingo para volver, pero hoy tenemos que marcharnos.

Cuando me desperté a la mañana siguiente me sentí algo aturdido. En el fondo sabía que había estado soñando pero había sido tan real que dudé por un momento. Parecía como si acabara de estar en la plaza con mis padres, como si no hubieran pasado años en vez de minutos, pero sabía que no era así, que hacía mucho tiempo que ya no era así. Desde que mi padre murió mi madre cambió mucho, se vio obligada a trabajar demasiadas horas para mantenernos y el cansancio y la tristeza hicieron que dejáramos de hacer tantas cosas juntos. Apenas nos quedaban tiempo y ganas para compartir algunos desayunos. Yo sabía que me quería mucho, “nunca olvides que eres mi niño, mi vida”, me decía constantemente pero, aun teniéndola a mi lado, muchas veces era como si no estuviera, y la echaba mucho de menos.

Recibir la caja con los cromos me había evocado maravillosos recuerdos de mi infancia, pero también me había obligado a pensar en mi padre, cuya muerte me costó años superar. Sentí una mezcla de dicha y nostalgia, me encantó revivir momentos de mi niñez pero acordarme de mi padre, aun habiendo pasado años de su muerte, me seguía doliendo muchísimo. Me enfadé con la persona que me había enviado el paquete, él o ella, fuera quien fuera, tenía la culpa de que me sintiera así. Enseguida me di cuenta de que mi rabia no tenía razón de ser, ¿a quién se lo iba a reprochar? Ya había buscado dentro de la caja un millón de veces, incluso había revisado cada cromo por si encontraba alguna pista pero no hallé nada. Me levanté de la cama y con la caja debajo del brazo fui a la cocina a buscar a mi madre. Estaba desayunando. Coloqué todos los cromos encima de la mesa y mirándola fijamente a los ojos le dije: “¿me ayudas?”. Ella sonrió. Estuvimos toda la mañana clasificándolos, revolviéndolos y volviéndolos a ordenar. La vi feliz y yo lo estaba también, como en los viejos tiempos.Apenas eran las siete de la mañana cuando un rayo de sol se filtró travieso como un niño entre las cortinas de la habitación y me dio de lleno en la cara, obligándome a abrir los ojos. Parecía que el radiante día que aún estaba por llegar quisiera levantarme de la cama a la fuerza. No me hacía ninguna gracia, aunque la culpa era mía por no haber cerrado del todo la persiana antes de acostarme. En un intento de resistirme, me di la vuelta e intenté volver a dormirme, pero no hubo manera, aquella primera luz del día había decidido que ya era hora de que me despertara y terminé por aceptarlo sin rechistar, a pesar de que era sábado y podía dormir hasta que quisiera.

Mientras me vestía para ir a la cocina escuché correr el agua de la ducha. Mi madre, tan madrugadora como siempre, ya estaba en pie dispuesta a comerse el mundo. “Dormir es una pérdida de tiempo”, solía decir a menudo. “Dormir es un placer” la contradecía yo. Qué poco nos parecemos mi madre y yo. En cuanto abrí la puerta de mi cuarto percibí el mismo olor a café y tostadas de cada fin de semana desde que mi mente alcanzaba a recordar. No puede evitar sonreír. El mismo desayuno desde hacía años y, a pesar de lo sencillo, no lo cambiaría por nada. Mi madre se llevó una sorpresa al verme entrar en la cocina tan temprano, incluso hizo alguna broma sobre si me había caído de la cama. Tras el jocoso comentario desayunamos juntos. Me gustó compartir ese momento con ella ya que hacía algunas semanas que no coincidíamos a primera hora de la mañana.

Cuando estábamos recogiendo la mesa sonó el timbre. Era demasiado temprano para visitas y ambos nos miramos extrañados, aunque yo acudí ligero para ver quién venía a esas horas. Un mensajero esperaba tras la puerta, sujetando un pequeño paquete -no más grande que una caja de zapatos-. Preguntó por mí y, tras enseñarle mi documentación, me entregó la caja. Rápidamente la coloqué encima de la mesa de la cocina, aún a medio recoger, y bajo la atenta mirada de mi madre y me dispuse a abrirla. Hacía meses que no compraba nada a través de Internet, por lo que no esperaba aquel paquete y estaba ansioso por saber qué contenía. Una vez abierto, dentro hallé tres cajitas más pequeñas de cuyo interior saqué un montón de cromos iguales a los que solía coleccionar cuando era niño.

Le lancé a mi madre una mirada desconfiada y vi que ella tenía la misma expresión de asombro en sus ojos. Busqué dentro de la caja para ver si había algún rastro de quién me la había enviado. “¿Quién me habrá mandado esto a mí?” pensé al no encontrar nada. “Quizá se hayan equivocado” traté de convencerme. Entonces cogí el montón de cromos que había dejado revueltos y comencé a mirarlos más detalladamente. Los extendí encima de la mesa y vi que se trataba de varias colecciones diferentes. Me eran muy familiares, curiosamente las había hecho todas hacía ya muchos años. Se lo mencioné a mi madre, que se limitó a encogerse de hombros y sin hacerme caso se puso a terminar de recoger los restos del desayuno. “Siempre tan ocupada” refunfuñé en mi cabeza.

Recogí todos los cromos y los metí nuevamente en la caja en la que los había recibido. Me fui con todo a mi cuarto y me senté frente a la mesita que había al lado de la cama. Aquella mesa y su correspondiente silla a juego, ambas de madera color blanco, llevaban en mi habitación toda mi vida. Mi padre las había hecho poco antes de que yo naciera y eran de las pocas cosas que aún conservaba en mi cuarto, el resto las habían ido cambiando mis padres con el paso de los años. Me gustaba sentarme allí porque a través de la ventana veía un paisaje que me encantaba: un pequeño trocito de mi pueblo. Era un lugar tan sencillo y tranquilo que a muchos incluso podría resultarles aburrido. Apenas había un puñado de casas, la plaza y un parque donde casi siempre había algún crío jugando, pero a mí no me aburría, al contrario, siempre había sido feliz allí y no ansiaba nada más.

Dejé los recuerdos a un lado y en menos de media hora ya había clasificado y ordenado los cromos. Me pregunté dónde estarían las colecciones que yo mismo había hecho de niño. Salí de la habitación para preguntárselo a mi madre y, llevándose el dedo índice a la sien, cosa que solía hacer cuando pensaba, me dijo que probablemente los habría tirado mi padre en una de las limpiezas que hacía cada año al comenzar el verano. Qué rabia me dio. Me enfadé un poco con él por haber decidido, sin preguntarme a mí primero, que esos cromos no eran lo suficientemente importantes como para guardarlos, con lo que me había costado conseguirlos todos. Pero mi padre estaba muerto y no podía decirle nada así que decidí que no merecía la pena el disgusto.

Durante todo el día solo pensé en quién me había enviado los cromos y sobre todo, en por qué, no tenía otra cosa en la cabeza. Las horas pasaron despacio, mucho más de lo que hubiera deseado. Mi madre, como siempre, estaba ocupada haciendo sus cosas, así que apenas se percató de mi agobio. Lo prefería así, conmigo dando vueltas a la cabeza era suficiente. Ya caída la noche me refugié en mi habitación y nuevamente abrí la caja, en la que horas antes había vuelto a guardar los cromos. No los había vuelto a tocar en todo el día, a pesar de que me pasé la mayor parte del tiempo pensando en ellos. Los ordené de nuevo, esta vez sentado encima de la cama, y me quedé mirándolos fijamente, aunque en realidad tenía la mirada perdida, pensando por enésima vez en el misterioso remitente. No sé cuánto tiempo estuve así, antes de caer dormido, pero sí recuerdo que aquella noche soñé, y me gustó hacerlo.

Domingo por la mañana, cuando el reloj marca las nueve en punto se empieza a escuchar a mi padre canturreando por los pasillos de casa. Es su forma de despertarnos a mí y a mi madre, que aún dormimos. Le gusta hacerlo así porque dice que nos levantamos de mejor humor. Puede que tenga razón. Después de desayunar me aseo y me visto con la ropa de los domingos que mi madre colocó cuidadosamente anoche encima de la silla de mi cuarto. Mis padres están muy elegantes también. El domingo es mi día favorito de la semana porque es el único en el que salimos los tres juntos. También me gusta mucho porque vamos a la plaza a cambiar los cromos que tengo repetidos por los que me faltan. Ahora estoy haciendo una colección de fútbol y me quedan pocos para completarla, cinco o seis, ¡tengo unas ganas! Ojalá sea el primero de mis amigos en conseguirlo. Ese es nuestro plan de todos los domingos, si no llueve, claro. Entonces nos quedamos en casa. Hoy no llueve así que estoy contento. En la plaza nos encontramos con un montón de amigos que también van para cambiar sus cromos. Yo me entretengo intercambiando jugadores mientras mis padres dan un paseo por el mercado que han puesto los comerciantes del pueblo. Al rato viene mi padre y me ayuda con los cromos. Aunque no lo quiera reconocer yo estoy seguro de que le gusta tanto como a mí, se lo noto en la cara. Me encanta que sea así. Cuando es la hora de irnos a casa a comer protesto un poco, pues estoy muy a gusto. Ya estoy deseando que llegue el próximo domingo para volver, pero hoy tenemos que marcharnos.

Cuando me desperté a la mañana siguiente me sentí algo aturdido. En el fondo sabía que había estado soñando pero había sido tan real que dudé por un momento. Parecía como si acabara de estar en la plaza con mis padres, como si no hubieran pasado años en vez de minutos, pero sabía que no era así, que hacía mucho tiempo que ya no era así. Desde que mi padre murió mi madre cambió mucho, se vio obligada a trabajar demasiadas horas para mantenernos y el cansancio y la tristeza hicieron que dejáramos de hacer tantas cosas juntos. Apenas nos quedaban tiempo y ganas para compartir algunos desayunos. Yo sabía que me quería mucho, “nunca olvides que eres mi niño, mi vida”, me decía constantemente pero, aun teniéndola a mi lado, muchas veces era como si no estuviera, y la echaba mucho de menos.

Recibir la caja con los cromos me había evocado maravillosos recuerdos de mi infancia, pero también me había obligado a pensar en mi padre, cuya muerte me costó años superar. Sentí una mezcla de dicha y nostalgia, me encantó revivir momentos de mi niñez pero acordarme de mi padre, aun habiendo pasado años de su muerte, me seguía doliendo muchísimo. Me enfadé con la persona que me había enviado el paquete, él o ella, fuera quien fuera, tenía la culpa de que me sintiera así. Enseguida me di cuenta de que mi rabia no tenía razón de ser, ¿a quién se lo iba a reprochar? Ya había buscado dentro de la caja un millón de veces, incluso había revisado cada cromo por si encontraba alguna pista pero no hallé nada. Me levanté de la cama y con la caja debajo del brazo fui a la cocina a buscar a mi madre. Estaba desayunando. Coloqué todos los cromos encima de la mesa y mirándola fijamente a los ojos le dije: “¿me ayudas?”. Ella sonrió. Estuvimos toda la mañana clasificándolos, revolviéndolos y volviéndolos a ordenar. La vi feliz y yo lo estaba también, como en los viejos tiempos.