No sé de dónde saco las
fuerzas para levantarme cada mañana, pero lo hago, todos los días a las siete
en punto, sin excusa, apago el despertador y me pongo en pie. Tengo que hacerlo
aunque no tenga ganas, aunque lo único que desee sea quedarme en la cama
llorando, lamentándome por mi desgracia. Mi familia no se merece verme todo el
día abatida, sufriendo y sin ganas de vivir. Hoy se me ha hecho más duro de lo
habitual dejar la cama, justamente hoy se cumplen dos meses de la desaparición
de Víctor, mi pequeño Víctor. A pesar de que todo el mundo me dice lo
contrario, yo no puedo evitar sentirme culpable de que hoy mi hijo no esté
conmigo, con nosotros. La tarde en la que desapareció era yo quien estaba con
él, la responsable de cuidar de mi pequeño de siete años. Pero un momento de
distracción hizo que le perdiera, que lleve sesenta largos días sin él y, lo
que es peor, que no sepa si volveré a verle alguna vez. Su ausencia, y sobre
todo la culpa, hacen que cada segundo de mi vida piense en quitarme la vida, no
puedo pasar un día sin pensar dónde puede estar mi hijo, con quién, e
incluso algunas veces no puedo evitar preguntarme si seguirá con vida. Cada vez que suena el teléfono en casa mi corazón se
acelera y respondo esperando escuchar su voz, o la de quien lo tiene retenido.
Porque estoy convencida de que a mi niño alguien se lo llevó.
Los primeros días tras la
desaparición la policía nos ayudó mucho. En cuanto me di cuenta de que Víctor
no estaba, y al no encontrarle en los alrededores, llamé a emergencias y una
patrulla de la Policía Local se personó en el lugar. Tras una breve inspección
me llevaron a la comisaría más cercana para tomarme declaración. Dado mi estado
de nerviosismo y desesperación -gritaba como una histérica-, el policía que me
atendió, visiblemente sobrepasado con la situación, llamó de inmediato a su
superior, quien decidió ponerse manos a la obra cuanto antes.
—No hay tiempo que perder, quiero
a un grupo de cinco agentes dedicado en exclusiva a este asunto. Tenemos que
encontrar al niño ya —ordenó el comisario.
Se inició el protocolo habitual
de los casos de desaparición de menores: me preguntaron dónde y con quién
estábamos justo antes de que perdiera de vista a Víctor y cuáles fueron las
circunstancias de la desaparición. Enseguida empapelamos todo el barrio con
carteles con la foto de mi hijo, la Policía interrogó a la gente del barrio y
toda la familia, con la ayuda de algunos vecinos, organizamos batidas de
búsqueda. Pero no tuvimos suerte, no había ni rastro de Víctor, ni una sola
pista de qué podía haberle pasado.
Fueron pasando los días y,
con ellos, se fue esfumando también la esperanza de encontrar a mi hijo. La
gente que nos había estado ayudando regresó a sus vidas y, desde hace un par de
semanas, apenas tres o cuatro personas salimos a diario a buscarle. La Policía
tampoco parece estar haciendo mucho ya. «Hacemos
todo lo que está en nuestra mano» y «si tenemos noticias de su hijo nos
pondremos en contacto con ustedes», es todo lo que me dicen cuando llamo a la
comisaría para preguntar. Todas las mañanas, apenas unos minutos después de
levantarme es lo primero que hago, siempre con el anhelo de encontrar un resquicio
de esperanza al otro lado del teléfono. Pero no hallo más que largas y empiezo
a pensar que ya nadie confía en que Víctor pueda regresar a casa sano y salvo. Yo no me
conformo, no puedo dar por perdido a mi hijo y dejar de buscarle, como todo el
mundo pretende que haga. Incluso mi marido me ha sugerido que debería seguir
adelante con mi vida, sobre todo por nuestra otra hija. Mi pequeña Susana…
menos mal que solo tiene tres años y no es consciente ni de la mitad de lo que
está pasando. Si ella tuviera que sufrir todo lo que la familia está padeciendo…
no sé qué haría.
«Por ella
tengo que seguir adelante, por ella debo continuar viviendo. Mi niña no se
merece una madre siempre amargada», es lo que me repito constantemente. Pero me
aterroriza que mi pequeño Víctor caiga en el olvido, que realmente un día sea
capaz de seguir con mi vida dejando a un lado lo que le sucedió. No quiero, me
niego. No me resigno a dejar de buscarle cada segundo de mi vida. Él no merece
que renunciemos a encontrarle, que nos conformemos con la idea de no verle
nunca más. ¿Qué clase de madre sería si hiciera eso? Hoy he entrado en su habitación y no he podido
evitar llorar, otra vez. No he dejado de visitar su cuarto ni un solo día. Me
siento en su camita, abrazo sus peluches, leo sus cuentos favoritos… y lloro,
lloro más de lo que jamás creí que nadie fuera capaz de llorar. Mi marido me
dice que deje de hacerlo, que estar entre sus cosas me hace daño, y que sería bueno que buscara ayuda
psicológica. Yo me he negado. Nadie puede ayudarme a quitarme esta pena que
tengo por haber perdido a mi niño, la culpa que siento por no haber estado más
pendiente de él. Solo si aparece Víctor podré sentirme bien.
Muy interesante
ResponderEliminarMe ha gustado
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