miércoles, 11 de junio de 2014

Microrrelatos

MIEDO

No le gustaba nada ir a la ciudad, había tanta gente, ruido, coches, contaminación… Y estaba el incidente que sufrió hacía años y que era incapaz de borrar de su memoria. Los recuerdos le hicieron pasar una noche agitada y se levantó nervioso. Estaba tan acostumbrado a vivir en lo alto del monte, solo, apartado de todo que, aunque era consciente de la exageración, no podía evitar sentir cierta angustia. Desayunó lo poco que su estómago le permitió, se vistió y entró en el coche. Cuando casi había llegado y vio un cartel en el que ponía “Daudia” sintió que el corazón se le salía del pecho. Respiró lo más hondo que pudo y apretó el pedal del acelerador.


INJUSTAMENTE ENCARCELADO

—¡No he hecho nada malo! ¡Nada! —gritaba desesperado el joven reo.
Apenas llevaba dos horas encerrado en aquella asquerosa celda, pero le parecían días. Se sentía exasperado como nunca antes y una enorme sensación de impotencia le recorría todo el cuerpo.
—Yo no he hecho nada —repitió, esta vez susurrando. No le quedaban ganas de continuar desgañitándose, dado el caso omiso que le hacían el par de policías que le habían detenido.
Morán y Cruz tomaban su habitual taza de café nocturna mientras comentaban lo sucedido:
—Menuda manifestación la de hoy, Morán. Y cada vez son peores, la cosa empieza a ponerse fea.
—Esos niñatos piensan que pueden protestar por cualquier cosa —respondió Morán.
—Así va el país —sentenció Cruz.


ARREPENTIDO

Creo que no puedo sudar más, es imposible estar más empapado. Acabo de ducharme y ya tengo un montón de chorretones de sudor resbalando por todo mi cuerpo. Siento un calor agobiante, aunque no sé muy bien si mi exceso de transpiración se debe a  los nervios o a los treinta y seis grados que marca el termómetro. Pero… ¿cómo voy a presentarme así a la cita? En cuanto ella vea las manchas de sudor en mi camisa solo va a sentir asco. Lo mismo de siempre. Será mejor que dé la vuelta y regrese a casa. Aún estoy a tiempo de ver la película que echan en la tele. Con suerte quizá la de esta semana sea buena.

miércoles, 4 de junio de 2014

Relato: Sentimiento de culpa

No sé de dónde saco las fuerzas para levantarme cada mañana, pero lo hago, todos los días a las siete en punto, sin excusa, apago el despertador y me pongo en pie. Tengo que hacerlo aunque no tenga ganas, aunque lo único que desee sea quedarme en la cama llorando, lamentándome por mi desgracia. Mi familia no se merece verme todo el día abatida, sufriendo y sin ganas de vivir. Hoy se me ha hecho más duro de lo habitual dejar la cama, justamente hoy se cumplen dos meses de la desaparición de Víctor, mi pequeño Víctor. A pesar de que todo el mundo me dice lo contrario, yo no puedo evitar sentirme culpable de que hoy mi hijo no esté conmigo, con nosotros. La tarde en la que desapareció era yo quien estaba con él, la responsable de cuidar de mi pequeño de siete años. Pero un momento de distracción hizo que le perdiera, que lleve sesenta largos días sin él y, lo que es peor, que no sepa si volveré a verle alguna vez. Su ausencia, y sobre todo la culpa, hacen que cada segundo de mi vida piense en quitarme la vida, no puedo pasar un día sin pensar dónde puede estar mi hijo, con quién, e incluso algunas veces no puedo evitar preguntarme si seguirá con vida. Cada vez que suena el teléfono en casa mi corazón se acelera y respondo esperando escuchar su voz, o la de quien lo tiene retenido. Porque estoy convencida de que a mi niño alguien se lo llevó.

Los primeros días tras la desaparición la policía nos ayudó mucho. En cuanto me di cuenta de que Víctor no estaba, y al no encontrarle en los alrededores, llamé a emergencias y una patrulla de la Policía Local se personó en el lugar. Tras una breve inspección me llevaron a la comisaría más cercana para tomarme declaración. Dado mi estado de nerviosismo y desesperación -gritaba como una histérica-, el policía que me atendió, visiblemente sobrepasado con la situación, llamó de inmediato a su superior, quien decidió ponerse manos a la obra cuanto antes.
—No hay tiempo que perder, quiero a un grupo de cinco agentes dedicado en exclusiva a este asunto. Tenemos que encontrar al niño ya —ordenó el comisario.
Se inició el protocolo habitual de los casos de desaparición de menores: me preguntaron dónde y con quién estábamos justo antes de que perdiera de vista a Víctor y cuáles fueron las circunstancias de la desaparición. Enseguida empapelamos todo el barrio con carteles con la foto de mi hijo, la Policía interrogó a la gente del barrio y toda la familia, con la ayuda de algunos vecinos, organizamos batidas de búsqueda. Pero no tuvimos suerte, no había ni rastro de Víctor, ni una sola pista de qué podía haberle pasado.

Fueron pasando los días y, con ellos, se fue esfumando también la esperanza de encontrar a mi hijo. La gente que nos había estado ayudando regresó a sus vidas y, desde hace un par de semanas, apenas tres o cuatro personas salimos a diario a buscarle. La Policía tampoco parece estar haciendo mucho ya. «Hacemos todo lo que está en nuestra mano» y «si tenemos noticias de su hijo nos pondremos en contacto con ustedes», es todo lo que me dicen cuando llamo a la comisaría para preguntar. Todas las mañanas, apenas unos minutos después de levantarme es lo primero que hago, siempre con el anhelo de encontrar un resquicio de esperanza al otro lado del teléfono. Pero no hallo más que largas y empiezo a pensar que ya nadie confía en que Víctor pueda regresar a casa sano y salvo. Yo no me conformo, no puedo dar por perdido a mi hijo y dejar de buscarle, como todo el mundo pretende que haga. Incluso mi marido me ha sugerido que debería seguir adelante con mi vida, sobre todo por nuestra otra hija. Mi pequeña Susana… menos mal que solo tiene tres años y no es consciente ni de la mitad de lo que está pasando. Si ella tuviera que sufrir todo lo que la familia está padeciendo… no sé qué haría.

«Por ella tengo que seguir adelante, por ella debo continuar viviendo. Mi niña no se merece una madre siempre amargada», es lo que me repito constantemente. Pero me aterroriza que mi pequeño Víctor caiga en el olvido, que realmente un día sea capaz de seguir con mi vida dejando a un lado lo que le sucedió. No quiero, me niego. No me resigno a dejar de buscarle cada segundo de mi vida. Él no merece que renunciemos a encontrarle, que nos conformemos con la idea de no verle nunca más. ¿Qué clase de madre sería si hiciera eso?  Hoy he entrado en su habitación y no he podido evitar llorar, otra vez. No he dejado de visitar su cuarto ni un solo día. Me siento en su camita, abrazo sus peluches, leo sus cuentos favoritos… y lloro, lloro más de lo que jamás creí que nadie fuera capaz de llorar. Mi marido me dice que deje de hacerlo, que estar entre sus cosas me hace daño, y que sería bueno que buscara ayuda psicológica. Yo me he negado. Nadie puede ayudarme a quitarme esta pena que tengo por haber perdido a mi niño, la culpa que siento por no haber estado más pendiente de él. Solo si aparece Víctor podré sentirme bien.