Me llamo Natalia, tengo
veintiocho años y ahora mismo estoy en mi casa, sentada en una butaca en el
salón, con la única compañía de un cuaderno y un bolígrafo. Sola, así llevo
mucho tiempo, sin amigos, sin familia, sin nadie con quien poder hablar o
desahogarme. En mi vida solo tengo a Luis, mi marido. Yo misma decidí alejarme
de todos hace mucho tiempo, mejor que no vieran como poco a poco, día a día, me
iba haciendo cada vez más pequeña. Hace semanas que no me miro ni en el espejo,
creo que estoy dejando de existir hasta para mí misma. Hoy he decidido escribir
mi historia porque necesito escupir lo que siento, aunque sea en un trozo de
papel. Quizá cuando termine me arrepienta y lo tire, y este relato nunca habrá
existido.
Hoy Luis me ha pegado. La
bofetada ha sido tan fuerte que ha dejado sus dedos marcados en mi mejilla. Yo
me he llevado las manos a la cara, mirándole con una tristeza que nunca antes
había sentido y él se ha levantado y se ha marchado sin más, sin decir nada,
sin mirarme, y sin pedirme perdón. Han pasado horas y aún me escuece, aunque lo
que más duele es haber comprobado que es capaz de hacerlo. Hace mucho tiempo
que estaba segura de que este momento llegaría, pero una parte de mí esperaba,
más bien suplicaba, que no se atreviera. Hoy se han esfumado todas mis
esperanzas. Si hasta ahora me aferraba a ese amor que siempre jura tenerme con
el anhelo de que cambiara, hoy lo único que siento es un gran desaliento.
“La carne está dura”, me
ha dicho, con tono muy serio y vehemente, cuando hemos empezado a comer. Yo le
he mirado encogida, esperando que empezara a gritarme, como hace siempre, y
preparándome para contener las ganas de llorar. Verme llorando le pone muy
nervioso. Pero esta vez no ha habido ni gritos, ni enfados, ni malas caras. Ni
siquiera se ha girado hacia mí, solo ha estirado el brazo y ha soltado la mano,
como si yo no mereciera ni que me mirara. Solo hacía diez minutos que había
llegado a casa y me había dicho “te quiero” mientras me daba un beso.
Ya no quiero a Luis y no
recuerdo cuando fue la última vez que sentí algo por él, ni bueno, ni malo. Ni
siquiera estoy segura de que alguna vez le haya amado, tal vez solo las ganas
de formar una familia me llevaron a dejarme engatusar y creerme feliz, cuando
en realidad nunca lo he sido a su lado. Sus gritos, reproches y órdenes han
sido tan constantes desde que nos casamos que me he obligado a no sentir, no
quiero sentir. Desde hace mucho vivo en una pequeña burbuja en la que solo cabemos
mis lágrimas, mi angustia, mi miedo y yo. A la fuerza he tenido que aprender a permanecer
calladita en ese espacio cada vez más diminuto. Tras la bofetada de hoy no me
quedan fuerzas ni para sentirme triste, el golpe me ha dejado en un estado en
el que ni siquiera me oigo respirar, siento que me estoy apagando.
En España vivimos en una dictadura y el divorcio no
es legal así que, aun sin quererle, estoy atada a Luis para toda la vida.
Recuerdo mucho a mi padre, que antes de casarme me habló muchas veces de su
preocupación por el carácter temperamental del que hoy es mi marido. Nunca le
hice caso, no me preocupé en exceso, pensando que exageraba. Ahora sé que tenía
razón, ahora que ni siquiera está para poder pedirle ayuda. Estoy sola, más sola
de lo que creo poder soportar. No dejo de pensar en lo que Luis y yo nos prometimos
cuando nos casamos: amarnos, cuidarnos y respetarnos hasta que la muerte nos
separe. Quizá ha llegado el momento de separarnos.