Abrí el buzón y vi que dentro había una
carta. Otra más, y con esa ya eran dieciséis. Todos los lunes, desde hacía más
de tres meses, el cartero depositaba el sobre en mi buzón, ajeno a lo que había
en su interior. Quizá si hubiera sabido el tormento que me producían esas
cartas hubiera sido tan amable de no traérmelas. Total, a él qué más le daba. Ojalá
yo hubiera podido ignorar también su contenido, ojalá hubiera sido capaz de
hacer como si no existieran, tirarlas a la basura y seguir con mi vida como si
nunca las hubiera comenzado a recibir. Pero no podía. Cada lunes, después de
coger el sobre del buzón, subía a casa y lo abría, sentada siempre en la misma
silla vieja de mi también anticuada cocina. Aquel día estaba más nerviosa que
las veces anteriores. La carta me temblaba entre los dedos y terminó cayéndose
al suelo. Los ojos comenzaron a llenárseme de lágrimas y me llevé las manos a
la cabeza, desesperada por lo asustada que me sentía. Estaba mareada y creí que
iba a perder el conocimiento, pero me erguí y respiré hondo, tenía que
conseguir calmarme. Recogí la carta del suelo y la leí. Esa vez el mensaje era corto
pero muy claro:
“Ya
queda menos para poder estar juntos, mi amor. Juntos para siempre”.
No entendía qué quería decir, por qué hablaba
de estar siempre juntos, y mucho menos por qué se refería a mí como “mi amor”. Si
ya estaba nerviosa antes de leer la carta, en ese momento sentí que el corazón
me latía tan deprisa que iba a salírseme del pecho. Nunca en mi vida había
estado tan angustiada como lo estaba entonces. Recordé cómo empezó todo. En sus
primeras cartas me había hablado de sus sentimientos hacia mí, de lo guapa que
le parecía, y me había expresado sus deseos de comenzar conmigo una “feliz vida
en común”. Así es como solía llamarlo. Al principio no le hice caso, incluso
llegué a pensar que podría tratarse de alguna equivocación. Pero cuando las
cartas se convirtieron en algo constante comencé a sentirme muy incómoda. Y cuando
empezó a hablarme de aspectos de mi vida, detalles que solo podría saber
observándome, me asusté de verdad. Hoy día vivo aterrada.
Cuando conseguí calmarme lo suficiente como
para que me dejaran de temblar las piernas decidí que debía denunciarlo. No lo
había hecho antes por miedo a que me tildaran de loca o exagerada. Tenía todas
las cartas guardadas, las cogí y me marché a poner la denuncia. No había más de
diez minutos andando desde mi casa hasta la comisaría de Policía, pero a mí me pareció
un siglo. Durante todo el trayecto tuve la horrible sensación de que me seguían,
sentía como si alguien me vigilara. Mi pulso se aceleraba por momentos, lo que
me obligó a detenerme varias veces para recuperar el aliento. A cada paso que
daba mi miedo aumentaba y no podía evitar imaginarme al remitente de las cartas
en cada hombre con el que me cruzaba.
El único dato que tenía de él era el lugar
que aparecía en el matasellos de los sobres. Se trataba de una céntrica oficina
de Correos en Bilbao. «Podría ser cualquiera. Sería como buscar una aguja en un
pajar», me dijo el policía que me atendió. No sabía nada sobre mi acosador,
solo tenía sus cartas, ni una llamada, ni un nombre, nada. Sin más que
aportarles que unas «cartas inocentes» –así las definió el agente–, la Policía
no podía hacer nada por ayudarme, ni siquiera me dejaron poner la denuncia, no
tenía contra quien hacerlo. Me marché de allí llena de rabia. «¿Por qué no me
ayudan?», me pregunté. «¿Para qué está la Policía entonces?».
Mientras volvía a casa, con el ánimo por los
suelos, pensé en acercarme a la oficina de Correos de donde provenían las
cartas. Quizá a algún empleado le hubiera llamado la atención que alguien
enviara una carta cada semana, el mismo día y a la misma dirección. Rápidamente
me convencí a mí misma de que era una tontería, sobre todo empujada por el
miedo que me daba ir al mismo lugar en el que pudiera estar esa persona. Decidí
volver a casa y concentrarme en otra cosa para tratar de olvidarme del tema,
aunque sabía que iba a resultarme imposible. Cuando llegué metí la llave en la
cerradura y noté que estaba forzada. Asustada, abrí un poco la puerta, lo justo
para ver el interior, y vi el salón repleto de ramos de rosas rojas, decenas de
flores invadían mi casa. En ese momento supe que era él quien había entrado.
Las piernas me empezaron a temblar y esta vez no lo pude evitar, me desmayé.
Cuando recobré la consciencia estaba tumbada
sobre mi cama. No tenía ni idea de cómo había llegado allí, lo último que
recordaba era ver un montón de flores al abrir la puerta de casa. Aturdida,
miré a mi alrededor y solo vi ramos de rosas rojas, iguales que los que había
visto antes de perder el conocimiento. Estaban por toda la habitación. Me
levanté, aún tambaleante, y me dispuse registrar el resto de la casa. Tenía que
averiguar qué estaba pasando, aunque sabía perfectamente quién era el artífice
de aquella intromisión. En cuanto crucé el umbral de la puerta del cuarto me di
cuenta de que el miedo que llevaba semanas sintiendo había desaparecido, por
fin se había esfumado. Me sentí contrariada. «¿Cómo puedo estar tan tranquila
sabiendo que él ha entrado en mi casa?», me pregunté. Quizá el saber que estaba
cerca de conocer su identidad me dio ánimos para dejar a un lado todos mis
temores y ser valiente.
Al entrar en la cocina le vi. Sabía que era
él, a pesar de no conocerle lo supe en cuanto le vi. Un escalofrío me recorrió
todo el cuerpo dejándome helada, quieta, sin poder moverme ni articular
palabra. Él se giró en cuanto me oyó llegar. Estaba cocinando, como si
estuviera en su casa, como si no fuera la casa de una mujer a la que no
conocía.
–Cariño, ya te has despertado –dijo
mirándome.
–Pero… ¿qué dices? ¿Por qué me llamas cariño?
¿Y por qué estás en mi casa? No sé quién eres, no te conozco –le contesté.
–Pero yo a ti sí, mi amor. Y con eso basta de
momento. A partir de ahora no vamos a separarnos nunca y verás que vamos a ser
muy felices –insistió.
–¡No me llames «mi amor»! ¡Yo no soy tu amor!
–grité–. Quiero que te vayas de mi casa ¡ahora! y quiero que me dejes en paz.
¿Lo has entendido?
–Teresa, cariño, no me hables así. Yo te
quiero…
–¡Pero yo no! –chillé con todas mis fuerzas–.
¡Lárgate, loco!
Entonces él cambió su actitud de forma
radical. Sin que me diera tiempo a verle venir se abalanzó sobre mí y me agarró
del cuello con una de sus manos, apretándome la yugular con todas sus fuerzas.
Mientras trataba de zafarme de él, oí vagamente cómo me decía que si no era suya
no sería de nadie. Apenas podía moverme porque él era mucho más fuerte que yo y
la presión de sus dedos en mi garganta hacía que todo esfuerzo por escabullirme
fuera inútil. Era cuestión de segundos que mis pulmones se quedaran sin aire. Ya
casi sin fuerzas, cuando estaba a punto de dejarme vencer por aquel hombre, vi
en la encimera un cuchillo y no dudé en cogerlo.
Así encontró la Policía a Zacarías Bermejo
–ese era su nombre–, en el suelo de mi cocina con un cuchillo clavado en un
costado, a punto de morir desangrado. Por suerte para mí sobrevivió. A pesar de
las insistentes preguntas de policías y psicólogos nunca dijo nada acerca de
por qué me había estado acosando ni explicó por qué se había obsesionado
conmigo sin conocerme. Le condenaron a un internamiento psiquiátrico de por
vida. Fue un gran alivio para mí saber que ese hombre nunca más volvería a
molestarme. La pesadilla se había terminado al fin.