En cuanto terminé de
desayunar recogí los pocos cacharros que había ensuciado y eché un vistazo
rápido a la casa. Daba asco vivir allí. Aunque no tenía ganas, me obligué a
volver al trabajo. Después de haberme pasado toda la noche en vela —apenas
había dormido un par de horas —, lo que menos me apetecía era seguir con lo mismo.
Al cansancio físico se unía un horrible dolor de cabeza que me acompañaba desde
hacía tres días y parecía resistirse a dejarme en paz. Me sentía muy harto de vivir
encerrado en aquel mugriento piso que la organización me había asignado, pero
no me quedaba otro remedio, estaba recibiendo mucha presión por parte de mis
jefes y la recompensa era demasiado grande como para abandonar ahora, justo
cuando estaba a punto de finalizar el encargo. Me planteé que quizá esa fuera
la última vez que aceptaba un trabajo así, aunque probablemente a mis jefes no
les gustara mi decisión, pero tenía que empezar a pensar en mí. Y sobre todo debía
pensar en ella, hacía tanto tiempo que no la veía, que no hablábamos, que empezaba
a no recordar cómo era su voz. Ella no tenía ni idea de dónde estaba ni de lo
que había estado haciendo el último año, la organización nos tenía prohibido revelar
cualquier dato relacionado con el plan, ni siquiera a los familiares más
cercanos. «Deseo que tengamos un hijo», me dijo el día me marché, justo antes
de despedirnos, suplicándome con la mirada que volviera lo antes posible. Yo,
con los ojos llorosos, le di mi palabra de que tardaría menos que la última
vez. Antes incluso de terminar de decírselo ya sabía que esta vez tampoco cumpliría
mi promesa. Quizá lo que pretendía era convencerme a mí mismo. Dejé de pensar
en el pasado y puse todo mi empeño en terminar cuanto antes el trabajo que me
habían encargado. Ya solo deseaba volver a casa, junto a ella. Tendríamos el hijo
que me pidió hace un año cuando nos vimos por última vez. En ese momento lo
decidí, este iba a ser el último crimen que cometería. Por ella, y por nuestro
hijo.